El cien por ciento de las consultas que hacemos en Internet son a una empresa americana; todos los ordenadores que utilizamos son producidos fuera de Europa; mañana, una empresa china podría comprar El Corte Inglés sin incumplir ninguna norma; Amazon se ha hecho con una parte brutal de los mercados europeos y nadie abre la boca; nuestras compañías de teléfonos pueden ser propiedad de chinos y no pasa nada y, sin embargo, es ilegal que un extranjero sea el propietario del cincuenta y uno por ciento del capital de una aerolínea.
Se puede aducir que es un bien estratégico, pero ya me dirán ustedes si el total de la información, la energía, la industria pesada, la distribución o las comunicaciones no lo son. Y sin embargo, no pasa nada.
Porque, hablemos claro, lo que ocurre con la aviación comercial en Europa es una reminiscencia de cuando era un negocio estatal, elitista, de minorías. Es un residuo del pasado. Una rémora.
Si respecto del resto del mundo es absurda esta norma que limita la propiedad por parte de extranjeros, en la relación con Gran Bretaña es simplemente estúpida. Durante décadas los británicos controlaron nuestros mercados de la aviación porque se abrieron antes que nadie a la libre competencia –Easyjet o Jet2 son ejemplos y, aunque de propiedad irlandesa, Ryanair ha crecido durante muchos años basándose en el mercado británico, su verdadero músculo– sin que hubiera un problema.
Por eso, me parece oportuno que Europa haya aceptado negociar una liberalización de este punto, totalmente ridículo, último reducto del localismo o, si ustedes lo prefieren, proteccionismo a secas. ¿De quién? De Lufthansa y Air France, para empezar.
Ahora, con la separación derivada del Brexit, parece difícil entender que reaparezca un riesgo estratégico que nunca existió. Ahora resultará que las relaciones comerciales –porque eso es lo que se pactó– quedarán como antes, todo libre, sin restricción de ningún tipo, y vamos a mantener el absurdo de la limitación de capital en las aerolíneas de cada uno de los dos bloques.
