Una de las primeras verdades que se cuentan cuando uno empieza a estudiar economía es que las empresas están para maximizar beneficios. Ante esta cruda certeza algunos se escandalizan, otros se lo toman como algo natural (al final todos buscamos el propio beneficio) y unos pocos aceptamos pulpo como animal de compañía, es decir, sin prejuicios pero sin demasiado entusiasmo. A medida que el estudiante profundiza en la teoría de la empresa, se va dando cuenta de que la cosa tiene variedad de matices: no todos los empresarios tienen el mismo concepto del beneficio (los hay que se conforman con generar cash-flow y ver dinero en la cuenta, aunque los números no salgan) y, para añadir emoción al asunto, pueden aparecer compañeros de viaje con objetivos particulares como, por ejemplo, la maximización del valor bursátil o la consecución de una cuota de mercado.
Por otro lado, entre los pequeños también cabe otro tipo de objetivos. Es el caso de los autónomos, que comparten la condición de trabajador por cuenta propia con la de empresario individual. En muchos casos, su meta es obtener una retribución que les permita vivir con dignidad (o, simplemente vivir). Y ahí andan las empresas de la llamada economía social, donde el objetivo último consiste en resolver algún problema común: la adquisición de una vivienda, la obtención de productos o servicios a coste inferior al de mercado o, por qué no, la creación de empleo estable.
Como veis, el tema de los objetivos empresariales es mucho más complicado de lo que contaban los clásicos y hoy no están los tiempos para dogmas. Por eso me sorprende el posicionamiento que algunos opinadores han adoptado sobre el caso Fagor. Claro: Ya-lo-decían-ellos. Estos vascos, además de acaparadores, deben de ser bobos. Cómo es posible que no se dieran cuenta antes de lo que se les venía encima. Por qué no hicieron un buen ERE a tiempo. Cómo se les ocurre meter a los propios trabajadores a tomar decisiones empresariales. Etcétera.
No voy a defender los errores que se han producido dentro de Fagor, bastante tendrán con el lío de las aportaciones subordinadas (recomiendo seguir los hilos abiertos por W. Petersen con sus comentarios). Es muy probable que se hayan tomado decisiones de alto riesgo dentro y alrededor de la empresa. Y, desde luego, la crisis económica no entiende de territorios, ni de marcas, ni de organizaciones. Desde mi punto de vista, el caso Fagor no es más que el enésimo capítulo de lo que está cayendo sobre la industria de nuestro país. Con el añadido de que la flexibilidad laboral propia de las cooperativas ha alargado la vida de la empresa pero no garantiza su supervivencia a medio y largo plazo. Y resulta que los socios trabajadores han sido capaces de tomar decisiones mucho más duras para mantener su empleo que las que algunos accionistas están dispuestos a tomar sobre sus propios intereses.
Alguno me dirá, con razón, que si la empresa no persigue el beneficio puro y duro no hay otros objetivos que valgan. Ni empleo estable, ni desarrollo local, ni impacto social ni nada. Esto es cierto y yo suelo dar mucho la matraca con el mismo argumento, ya que en la economía social no todo el mundo acepta que los proyectos se tienen que financiar en el mercado (me refiero a que deben vivir de sus clientes y no de los contribuyentes). Pero eso no quiere decir que el sistema económico esté condenado a vivir del capitalismo de amiguetes o del estado omnipresente. Para entendernos, si admitimos que ganar pasta es el medio necesario para garantizar la supervivencia de cualquier proyecto, no debe sorprendernos que haya empresas enfocadas a crear y mantener empleo estable, a fomentar el desarrollo territorial, a garantizar la provisión de servicios básicos a la sociedad o a proteger el medio ambiente. Y que para que estas empresas funcionen, deben ser los propios afectados los que tomen las decisiones. A esto se le llama democratizar la economía. Aunque entiendo que muchos prefieren que piensen otros. Así podemos criticar a otros, culpar a otros y exigir a otros.
El caso Fagor está componiendo sus primeras páginas. Con el tiempo veremos si ha sido capaz de dar una salida alternativa a lo habitual en otras grandes crisis empresariales. Lo habitual es movilizar a las administraciones locales para que se impliquen económicamente (cosa que no ocurre cuando desaparece un autónomo o una pyme), dejar temblando la caja de las prestaciones por desempleo y obligar al servicio público de empleo a realizar un plan de recolocación ad hoc para que nadie se enfade. Por ahora, parece que el grupo Mondragón y los propios socios están asumiendo internamente las consecuencias del preconcurso de acreedores.
Si las cosas salen bien –y ojalá que sea así por el bien de las propias familias- habrá que tomar nota. Y si no sale bien, habrá que resignarse y entender que estamos condenados a lo de siempre, el sistema donde los que toman las decisiones no son los que sufren las consecuencias.
Saludos.