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La incapacidad de los más eminentes economistas académicos para entender muchos asuntos económicos me asombra una y otra vez. La verdad es que no entienden nada. Y la razón de fondo está en que su método de análisis se basa en el llamado "modelo neoclásico", un esquema mental para entender lo económico que entre sus muchas y enormes debilidades conceptuales está la de tratar la "cosa económica" separadamente o  al margen de la "cosa política", la "cosa cultural o ideológica" y la "cosa social", con las esperables consecuencias de incomprensión ante una realidad compleja que no separa esas instancias o dominios en compartimentos aislados.

 

Recuerdo que hace unos años, en los tiempos de la Iª Guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por parte de Irak, y tras haber los EE.UU. junto a otros países de una coalición internacional desplegado medio millón de soldados en Arabia Saudí, los tambores de guerra sonaban cada vez más fuerte. No a los economistas académicos. Así, una noche estaban entrevistando en televisión a un renombrado economista académico y experto además en mercados financieros que aseguraba a todos los oyentes que no habría guerra pues los costes de llevarla a cabo, en términos de problemas en el suministro de petróleo, ascensos en su precio y recesión a escala mundial, perjudicarían tanto a los países de la coalición que no les interesaría meterse en guerra con Sadam Hussein, por lo que había que entender el despliegue militar como un despliegue meramente táctico con efectos únicamente en la sala de negociaciones, es decir, para aumentar la presión sobre Irak de modo que este se retirase de Kuwait con menores exigencias.

 

Sí, todo muy bien hilado, y "lógico" siguiendo la lógica de la economía neoclásica y su enfoque coste-beneficio que "explica" las acciones en función de su "rentabilidad" respecto a cuánto se gana por llevar adelante  una actividad en términos absolutos respecto a su coste, por lo que si en el coste de la guerra se metían no sólo las bajas y gastos estrictamente militares sino también esos otros costes económicos, resultaba claro que la rentabilidad de meterse con Saddam Husein era negativa. Todo perfecto, salvo que a la vez que afirmaba taxativamente que no había guerra, el realizador del programa tuvo a bien dividir sin avisarle la pantalla en dos, y, en la otra parte, suministrar las imágenes verdosas que las cámaras infrarrojas  de la CNN emitían del cielo de Bagdad. Nunca olvidaré la vergüenza ajena que por el académico de marras sentí (así como por mi profesión) cuando a la vez que el sabihondo economista negaba la posibilidad de la guerra, la CNN empezaba a retransmitir las ristras luminosas que las balas trazadoras de las baterías antiaéreas dejaban mientras perseguían a los bombarderos estadounidenses conforme estos esa noche empezaban a descargar su luminosa carga mortal de bombas y misiles sobre un Bagdad iluminado por las llamas de sus edificios. ¡Señor! ¡Qué ridículo más empantoso! No pasó largo tiempo hasta que se repitiera cuando tampoco los economistas tuvieron la menor sensatez a la hora de entender las guerras que afectaron a la extinta Yugoslavia.

 

Se diría que esto es perdonable pues la guerra no es un asunto económico en sentido estricto. Fuera de que tal cosa es una gran tontería, como la historia ha demostrado y demuestra diariamente, ocurre que tampoco en asuntos económicos los economistas académicos andan muy sobrados en sus capacidades explicativas. Y el último ejemplo de esto que afirmo es el ahbitual análisis que ofrecen los economistas académicos de las complicadas  relaciones comerciales entre EE.UU y China desde que Donald Trump ocupa la Casa Blanca.

 

Y es que desde que Trump empezó a tirar  de aranceles y amenazas de otras sanciones a las exportaciones chinas, e incluso, a atacar a alguna de las mayores empresas directamente (Huawei), no ha habido que yo sepa ningún economista académico que no haya entonado la misma cantinela, que se resume en una simple proposición. La de que la política de la actual administración norteamericana para reequilibrar el deficit comercial que estructuralmente tienen los EE.UU con China acudiendo a la imposición de aranceles y otras barreras comerciales a las exportaciones chinas es absurda porque, como establece el núcleo del enfoque neoclásico del comercio internacional basada en la teoría de la ventajas comparativas, perjudica a los ciudadanos y la economía de los propios EE.UU, amen de que puede conducir a una guerra comercial.

 

No sólo ello sería así porque esos aranceles subirán los precios que pagan los americanos por los bienes que compran a la "fábrica del mundo", sino que, además, la internacionalización de las "cadenas de valor", es decir el trozeamiento de los procesos de producción en distintos países, lleva a que esos aranceles perjudiquen a los procesos de producción de las propias empresas norteamericanas. Finalmente, las restricciones al comercio internacional entre esas grandes potencias económicas se traducen en una menor especialización y por ende, en un menor crecimiento económico. 

 

Recuérdese que la teoría de las ventajas comparativas a la hora de explicar el comercio internacional frente a la teoría de las ventajas absolutas, establecida por vez primera por el economista David Ricardo a principios del siglo XIX, establece que la pauta del comercio internacional se sigue de que los países se especializan en producir aquellos bienes en los que tienen ventajas comparativas no ventajas absolutas. Es decir, que aunque un país pueda tener una ventaja en costes  en la producción de todos los bienes por ser -por ejemplo- sus salarios mucho más bajos (o su productividad en todos los sectores más alta) que los de otro, no producirá todos los bienes sino que se especializará en la producción de aquellos bienes en que su ventaja en costes sea relativamente más elevada, que son los que exportaría al otro país,  en tanto que el país más desfavorecido se especializará en aquellos bienes en donde su desventaja sea por ello mismo relativamente más pequeña, que serína los que exportara al país anterior. 

 

Entre los economistas, cuestionar la "lógica" de la teoría de la especialización productiva guiada por las ventaja comparativa es mucho más que una muestra de estupidez intelectual. una absurdo tan grande, tan increíblemente estúpido que supera con mucho el marco de la discrepancia teórica o científica para entrar en el terreno de la herejía.¡ Vamos ! Que puede decirse sin temor a equivocarse que para los economistas dudar de esa teoría es equivalente a dudar de la existencia de Dios o de la virginidad de la Virgen María para un católico. Una auténtica herejía. Y es que la teoría de las ventajas comparativas es más que una teoría para los economistas académicos, es un dogma. Una doctrina. Una señal de identidad incuestionable.

 

Ahora bien, la teoría del comercio basado en las ventajas comparativas, como cualquier otra teoría, se basa o fundamenta en un conjunto largo, muy largo,  de hipótesis que tienen que ser ciertas o sea, cumplirse en la realidad, para que las implicaciones de la teoría, o sea, la pauta del comercio internacional que se deriva de la teoría se cumpla en estricto sentido. Ahora bien, como esas hipótesis o condiciones previas distan de cumplirse en general, el resultado es la existencia de múltiples excepciones, tantas que en la práctica no se ve nada bien que la teoría se cumpla casi en ningún caso. Hay autores que señalan que, a partir de los datos, puede hipotetizarse que para que se observe en la práctica el que se produzca esa especialización según la ventaja comparativa puede requerirse  80 o 100 años. Lo cual es absurdo. Y, sin embargo, y como acaba de decirse, pese a que en la práctica no se ve su relevancia por ninguna parte,  la creencia en relevancia científica y práctica de la teoría de las ventajas comparativas se ha convertido en un artículo de Fe para los economistas. Aquí y hoy me detendré solamente en tres de esos supuestos o cimientos sin los cuales el edificio de la teoría de la ventaja comparativa se desploma.

 

Uno de ellos, y de no pequeña importancia es el supuesto de que para que la teoría se cumpla debe haber pleno empleo. Quizás la mejor forma de entender la relevancia del supuesto sea recurrir a un ejemplo. Veamos. Imaginemos que hay dos personas que se plantean comerciar entre ellas. Una es una jefa o directiva y la otra una secretaria. Supongamos, además, que la jefa es mejor que la secretaria (o sea, es más productiva que ella) en todo lo que esta última haga (o sea, que la jefa tiene una ventaja absoluta en todo lo que puede hacer la secretaria). Significa eso que no habrá "comercio" e ntre ellas, Pues no. Como la teoría de la ventaja comparativa establece, lo más eficiente es que la jefa  dedique su escaso tiempo a aquello para lo que es relativamente más competente y productiva y deje las tareas administrativas a su relativamente ineficiente secretaria. Perfecto. Pero ahora supongamos que el tiempo para la jefa no es escaso. Que por alguna razón desconocida no puede porque no se le permite trabajar más de 4 horas al día de jefa y que tiene que estar mano sobre mano, en un ocio forzoso 4 horas de sus 8 legales de curro. En este caso, nada impediría que se dedicase a hacer lo que hace su secretaria.

 

Pues ahora llamamos a la jefa país A y a la secretaria país B, entonces si suponemos que A tiene una ventaja absoluta en la producción de todos los bienes comerciables internacionalmente por ser un país más productivo que B o por tener salarios más bajos, y que además tiene un montón de gente dispuesta a trabajar (pues todavía hay una cantidad enorme de población infraocupada por estar en el desempleo real o  en desempleo disfrazado en el sector agrícola), se tiene que  B lo tendría difícil para competir con B, pues en cada uno de los sectores donde compitieran A batiría a B.  Digamos que A ha sido y es China y B ha sido y es EE,UU. A exportaría a B todos los bienes comerciables en los que tuviera una ventaja absoluta y tendría un continuo superavit comercial frente a B. Dicho de otra manera, como a A (o sea, China) le "sobran" los recursos (tiene muchos trabajadores y también el suficiente capital ya sea porque ahorra mucho porque así lo impone el gobierno a la población -como se ha hecho en China- o también porque capta inversiones del exterior), A no tiene ninguna razón económica para "especializarse" en unos cuantos productos, siguiendo la lógica de las ventajas comparativas, sino que puede dedicarse a convertirse, como lo ha hecho,  en la fábrica de todas las fábricas del mundo siguiendo la lógica de las ventajas absolutas.  

 

Pero aquí aparece el segundo de los supuestos en que se basa la teoría de las ventajas comparativas que aquí voy a cuestionar. Aún en la situación recién descrita entte A y B, esa situación de desequilibrio comercial tendería a autocorregirse. La razón estaría en otra antigua teoría que, de una forma u otra mantienen los economistas neoclásicos también como artículo de fe: la teoría cunatitativa del dinero. Veamos cómo operaría: el deficit comercial del país B se pagaría con salidad de divisas o reservas del pais B hacia A. Esa pérdida de base monetaria supondría una caída en la oferta monetaria en B que llevaría a una disminución en los precios de todo lo que produjera (lo que iría limando la desventaja comparativa que tendría con respecto a A). Simultáneamente, la entrada de divisas en A, a menos que se hiciese una política continua de esterilización de reservas, supondría un incremento de la base monetaria y la oferta monetaria en A, que llevaría a un alza en los precios de A (lo que iría limando paulatinamente sus ventajas comparativas respecto a B). Llegaría un momento en que, aunque siguiese habiendo desempleo en A, habría productos para los que B tuviese ya una ventaja absoluta que le permitiese especializarse en ellos. Dejando pasar el tiempo, si los precios son flexibles y no hay por parte de A (China) manipulación de su moneda, o sea, si su superavit comercial se traduce en una revaluación de su moneda, al final, y como predice la teoría de las ventajas comparativas, A se especializaría y produciría y exportaría un cierto tipo de bienes y B haría lo propio en otros, y el saldo comercial entre ellos se equilibraría. 

 

Pero. frente a esta visión idílica aparece lo que se puede llamar el "efecto Marx-Kaldor" que cuestiona el mecanismo equilibrador de una manera definitiva. El desequilibrio comercial supone una salida de dinero de B hacia A, una disminución en la oferta monetaria, como ya se ha explicado. Y esto supone un aumento en el tipo de interés en B (y una caída en el tipo de interés en A), lo que supone una disminución de la inversión y la demanda agregada en B, o sea, el cierre de empresas y sectores que la competencia de los productos más baratos de A no se ve compensada por un aumento en la producción en otros sectores por la caída de la inversión consecuencia del ascenso en los tipos de interés. O sea, que la deslocalización no se ve compensada y el comercio internacional supone para B una pérdida continuada de producción y empleos. Y también un deficit comercial que no se autocorrige. 

 

Hasta ahora se ha dicho que A sería China y B los EE.UU., pero si se piensa un poquito, el razonamiento se puede aplicar, (abusivamente lo reconozco. No se me tome al pie de la letra), también a los efectos del libre comercio dentro de la Unión Europea entre España y Alemania en la primera década  del siglo. España respecto a Alemania tenía un déficit comercial creciente  similar  (en relación al PIB resspectivo) al de EE.UU con China. Las sucesivas reconversiones industriales fueron efecto de esa apertura al "exterior" que puso en brete sectores industriales enteros cuya desventaja absoluta por razones de productividad era manifiesta. Sólo donde España gozaba de ventajas absolutas (turismo y productos agrícolas) España podía competir con eficacia.

 

Ahora bien, un desequilibrio comercial no puede perdurar infinitamente a menos que el país que lo tiene pueda disponer de recursos financieros sin límite para financiarlo o sostenerlo. EE.UU. si ha podido hacerlo pues puede pagar ese deficit con China emitiendo dólares o deudas denominadas en dólares, pues al ser la moneda de reserva mundial, su aceptación como medio de pago no tiene problemas. EE.UU. es el único país enteramente soberano monetariamente (al menos de momento). España, perdida su mínima soberanía monetaria al entrar en la eurozona  sólo podía hacer frente  sus elevados deficit comerciales de una manera: la devaluación interna. La caída de salarios y precios. Si a la devaluación interna se suma la imposibilidad de hacer políticas fiscales compensatorias impedidas por el Tratado de Maastricht, o sea, la austeridad, el efecto conjunto ha sido singularmente destructivo: desempleo y desigualdad.

 

Para EE.UU. las cosas han ido obviamente mejor. El ser emisor del dólar no sólo le ha permitido pagar sus déficits comerciales sin problemas  sino que el reciclado de estos dólares vía Wall Street le ha permitido "especializarse" en el sector financiero y otros sectores rentistas (el de bienes raíces). Ahora bien, la pérdida de una base económica material  no sólo se ha traducido en enormes problemas de desigualdad y desempleo sino que es una amenaza en el medio plazo contra su seguridad nacional. No es por ello nada extraño que Donald Trump haya conquistado los votos de los trabajadores norteamericanos y de la clase media preocupada por su destino nacional. 

 

Y entramos así en el tercer punto de la crítica a la teoría de las ventajas comparativas, y es aquella que se refiere al sujeto respecto al que se miden las ventajas del libre comercio. Para la teoría, la especialización basada en la lógica de las ventajas comparativas es económicamente deseable y recomendable porque aumenta el volumen de bienes y servicios de que pueden disfrutar los consumidores. Las restricciones arancelarias y no arancelarias impiden esa especialización, y por tanto hacen disminuir el comercio internacional y el crecimiento económico. Y por ello mismo, son condenables por los economistas académicos en general, obsesionados como lo están por la cifra del crecimiento económico.

 

Pero la pregunta aquí es la de si el sólo interés que ha de contar a la hora de evaluar una política comercial es la de en qué medida satisface el interés DEL público entendido éste como masa de individuos consumidores. Cierto, ese interés se satisface más si hay más bienes que consumir. Pero, ¿qué ocurre si lo que importa es el interés público o el interés DEL Estado? O sea, si el criterio o vara de medir  pasa a ser el de que en qué medida el libre mercado satisface el interés de los ciudadanos como colectividad o el interés del Estado que la organiza.

 

En tal caso, un deficit comercial elevado y continuo puede, por sus efectos negativos en la base económica material de un país, poner en riesgo su supervivencia como tal o su status en el mundo de las relaciones internacionales. Reequilibrar la relación comercial aún usando instrumentos proteccionistas mucho puede ser entonces un criterio más importante para los individuos como ciudadanos que la utilidad o bienestar perdido por esos mismos individuos como consumidores. En este tipo de situaciones, una guerra comercial es más, mucho más, de lo que los economistas neoclásicos entienden: es una auténtica guerra económica, un concepto ausente de la "caja de herramientas" de la Economía que se enseña en las facultades de economía.

 

 La guerra económica es el sucedáneo "pacífico" o no sangriento de la guerra convencional o militar. En ella se usan los instrumentos de regulación del comercio internacional como armas en un asunto más serio, que el saldo de la balanza comercial o las ventajas de las importaciones más baratas de bienes de consumo,  por lo que su efectividad o eficiencia ha de juzgarse con criterios diferentes a los que usa la economía neoclásica cuando los estudia en relación al ideal del libre comercio. Sí, puede suceder que una política proteccionista perjudique en cierto grado el bienestar material de los propios ciudadanos, pero ello puede ser enteramente eficiente (un daño necesario) si con ello se consigue  en la medida necesaria un "bien mayor" en caso de guerra: perjudicar al adversario. Las guerras, económicas o militares, son un tipo de "juegos" muy particulares: unos juegos llamados "relativos" en donde el bienestar de cada adversario no depende única y exclusivamente del propio bienestar sino también del malestar o perjuicio o daño que se le pueda causar al otro, por lo que los jugadores perseguirán estrategias que, aunque les perjudican a ellos mismos, lo hagan en una cuantía menor que el "bienestar" o "beneficio" que les reporta el malestar que causan al otro. 

 

Pues bien. Poca duda cabe de que a lo que estamos asistiendo ahora mismo en los encontronazos entre China y los EE.UU. es a algo mucho más importante que las "supuestas" locuras de un descerebrado como Donald Trump. A nadie se le oculta que China ha alcanzado ya a un rango de potencia económica y militar que cuestiona la posición dominante en el terreno geopolítico que todavía ocupa EE.UU. Dado que la perpetuación del déficit pone en serio riesgo esa posición, poca duda cabe que al loco de Donald Trump le asisten muy buenas razones para no hacer caso a la pleyade de economistas académicos que lo critican.   

                                                                   FERNANDO ESTEVE MORA

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    Carlo Cipolla estaría orgulloso de Trump...