FERNANDO ESTEVE MORA
No hay la menor duda que el brutal (no hay otro adjetivo posible) crecimiento de la desigualdad en todos los países y singularmente en los del mundo desarrollado es una de las amenazas económicas y sociales más graves a las que habremos de enfrentarnos en los próximos decenios. Una amenaza de riesgo de dislocación social, política y económica comparable a la que ineluctablemente proviene del cambio climático. Y recomiendo aquí, encarecidamente, la lectura del libro de Walter Schiegel, El Gran Nivelador: la Violencia. Historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo XXI, que documenta cómo la violencia ha sido recurrentemente en la historia el medio usado para “solventar” los problemas generados por la agudización de las desigualdades. Ni qué decir tiene que, dado que estas dos amenazas, la de la desigualdad y la del cambio climático, se van a hacer realidad en el mismo periodo, en el futuro cercano, éste sin lugar a dudas será turbulento, muy turbulento.
Por ello, cualesquiera medidas que desactiven cualquiera de esas dos bombas potenciales o disminuyan su previsible y sangriento impacto debieran ser bienvenidas. Hoy, aquí, voy a hablar de una que afecta a la desigualdad y que, por lo que sé, no conozco que se haya propuesto todavía en ningún sitio, pero que de hacerse estoy seguro que sus efectos sobre la desigualdad serían rápidos y decisivos.
Es una medida muy sencilla y muy fácil de instrumentalizar. Se trata de “constreñir” a los varones y hembras casaderos de una sociedad a que a la hora de elegir sus compañeros para formar familias se guíen por un principio un ”poco” inhabitual en estos tiempos, cual es que los individuos de cada segmento o estrato socioeconómico sólo puedan elegir compañero o compañera entre los miembros del segmento o estrato socioeconómico opuesto al suyo en la escala de la distribución de la renta.
¿Parece complicado? Pues no. Es sencillísimo. Veamos. Normalmente a la hora de referirnos a la desigualdad la manera de hacerlo es distribuyendo a la gente de una sociedad en grupos, concretamente en decilas de renta o de riqueza (dependiendo de si se mide la desigualdad en términos de ingresos o de posesiones) de modo que en la primera decila estarían el 10% de los individuos o de los hogares con menos renta (o menor riqueza), y en la décima consiguientemente estarían los más privilegiados, el 10% de los individuos u hogares más ricos en renta (o en riqueza).
Pues bien, la propuesta antidesigualdad que aquí someto a consideración consiste en exigir que los individuos de la décima decila (los más ricos) se casen sólo con individuos de la primera (los más pobres), los de la novena decila (los "segundos" entre los ricos) lo hagan con los de la segunda decila (los "segundos" entre los pobres), y así sucesivamente: los de la octava con los de la tercera, los de la séptima con los de la cuarta, y los de la sexta con los de la quinta.
Por supuesto, ello supondrá ya como resultado de una primera ronda generacional de matrimonios, que la desigualdad entre los hogares se habría reducido enormente, si bien todavía seguirá existiendo. Pero resulta obvio que si está política de restricción a la libertad matrimonial se mantuviese durante un cierto periodo, la desigualdad se iría paulatinamente reduciendo en las siguientes rondas de casamientos hasta, en el límite, desaparecer por completo.
Cierto. Lo reconozco. Esta medida supone, como acabo de señalar, un recorte en las libertades individuales de casarse con quien uno quiera. Pero este atentado a esa libertad individual no es tan fuerte si el tamaño de la sociedad en la que se implemente mi propuesta es lo suficientemente grande como para permitir que los individuos de cada decila tengan todavía un número elevado de miembros de la decila matrimonial que les “toque” entre los que elegir. En tal caso, la restricción a la libertad individual no es ni mucho menos tan fuerte como podría parecer.
En favor de esta medida se pueden señalar dos aspectos. El primero es la facilidad de su implementación. Nada de complicados estudios ni de legislación compleja. Basta con una modificación del código civil. Así de sencillo. Y, el segundo, es su bajísimo por no decir inexistente coste de oportunidad. A diferencia de otras medidas de política económica contra la desigualdad que requieren del diseño e instrumentalización de políticas impositivas (impuestos y subvenciones de tipo progresivo) costosas y de eficacia dudosa, esta es una medida cuyo coste es nulo y cuya eficacia es evidente e inmediata, y con bajísimos efectos desincentivadores (no cabe imaginar que los individuos más ricos decidan no invertir por el hecho de que sus esposos y esposas provengan de familias más pobres, o porque sus hijos e hijas se verán constreñidos a casarse en el futuro con chicos y chicas de posición económica inferior a la suya).
Es curioso, a este respecto, recordar que cuando el gran economista Arthur Pigou se planteó las consecuencias de que un señor se casara con su criada o su cocinera, no cayera en la cuenta de que ello se traducía en un efecto real: la caída en la desigualdad (un objetivo de la política económica al que Pigou estaba dando soporte teórico en su obra sobre la economía del bienestar) sino sólo se fijó en un efecto nominal: que ese comportamiento matrimonial implicaba una medición más baja del output nacional, el PIB, pues los salarios que antes pagaba a su esposa dejarían de contabilizarse aunque su sufrida compañera siguiera haciendo las mismas tareas que antes.
Es curioso, a este respecto, recordar que cuando el gran economista Arthur Pigou se planteó las consecuencias de que un señor se casara con su criada o su cocinera, no cayera en la cuenta de que ello se traducía en un efecto real: la caída en la desigualdad (un objetivo de la política económica al que Pigou estaba dando soporte teórico en su obra sobre la economía del bienestar) sino sólo se fijó en un efecto nominal: que ese comportamiento matrimonial implicaba una medición más baja del output nacional, el PIB, pues los salarios que antes pagaba a su esposa dejarían de contabilizarse aunque su sufrida compañera siguiera haciendo las mismas tareas que antes.
Item más. Hay una curiosa ventaja añadida que liga mi modesta proposición con la que avanzara Jonathan Swift en 1729 y que ya alguna vez ha salido en este blog >(https://www.rankia.com/blog/oikonomia/477561-mas-jonathan-swift-como-economista.) Y es que, de seguir con mi propuesta tampoco los gastos de mantenimiento de los pobres pesarían sobre las arcas públicas, que era una de los problemas a los que la propuesta de Swift pretendía hacer frente, sino sobre los más pudientes pues los y las pobres serían sostenidos y mantenidos por sus pudientes parejas. Y, por demás, resulta claro que mi propuesta, comparada con la de Swift, es muchísimo más humanitaria (recordemos que Swift proponía que los padres pobres vendiesen como tierna carne a sus hijos como medio de procurarse su sustento)
Como ya he dicho antes, no conozco que una modesta proposición como la mía se haya propuesto antes nunca. Y por ello, me permito el ser yo quien la bautice, por así decir, quien le de un nombre. Propongo que se llame, política o efecto Cenicienta, para recordar el cuento infantil en la que la desigualdad en un reino disminuyó cuando, por azar, el príncipe encontró, se enamoró y se casó con una pobre entre las pobres, la “Cenicienta”, despreciando a sus hermanastras, que sin duda tenían más posibles que ella.
Y, no lo recuerdo bien, ¡han pasado ya tantísimos años!, pero me da que en los cuentos infantiles es muy frecuente este “efecto Cenicienta”, que en muchos de ellos, la trama se resuelve con un matrimonio hipogámico, en el que el señor, el rey o el príncipe consigue emparejarse con su mejor media naranja que resulta siempre se una chica sencilla, bella, buena y, sobre todo, pobre. No diré nada de los cientos de novelas “femeninas” y películas de amor en las que la misma historia se repite una y otra vez, en la que el hijo o la hija de una familia “bien” consigue imponerse a los deseos de sus progenitores y casarse con su amor verdadero, que es siempre de inferior categoría económica (ahora caigo que también se podría llamar por ello a mi propuesta “efecto o política pretty woman” en recuerdo a la película en que un Richard Gere multimillonario tiburón de Wall Street saca de la calle a una dulcísima y pobre prostituta, Julia Roberts).
En contra de la medida que aquí propongo no estaría, pues, lo que se conoce como “imaginario colectivo”, nutrido como lo está desde siempre por estos cuentos infantiles y estas “historias de amor” de la literatura y del cine. En contra está la realidad que crecientemente ha impuesto de manera no formal, pero sí efectiva, el que más que de un “efecto Cenicienta” se debiera hoy hablar de “efecto hermanastra”.
Y es que, como he conocido leyendo la inestimable obra de Branko Milanovic, Capitalismo nada más. El futuro del sistema que gobierna al mundo, la realidad es que cada vez se dan menos casos de cenicientas. Que lo más habitual, y una de las razones del crecimiento brutal de la desigualdad observada en los últimos decenios, es el comportamiento homogámico de los más ricos que les lleva a elegir como compañeros matrimoniales crecientemente más entre sus “iguales” económicos. Es decir, lo contrario estrictamente de la medida aquí propuesta. Los de la decila diez, los más ricos, se casan cada vez más entre sí, y si no con gente siquiera de la decila inferior inmediata, la nueve. Y no digamos con gente de la primera decila, la de los más pobres. Ya no hay “cenicientas”. Y no porque, como pasa en las películas o las novelas, sean las familias las que no quieren que sus retoños se casen contra su voluntad con gente de inferior condición, sino que son estos retoños de los ricos quienes así lo eligen voluntariamente, ya sea porque la teoría de las afinidades electivas de Goethe al final es cierta (o sea, que la gente busca en su pareja a alguien lo más parecido a sí misma), ya sea porque el conocer a gente de otros estratos sociales es muy costoso en términos de tiempo y esfuerzo, y lo más fácil (es decir, lo menos costoso en términos de tiempo) es escoger entre quienes desde siempre conocen pues comparten lugares y espacios y relaciones.
Y, finalmente, para quienes desde la teoría política y la moral cuestionen como un atropello básico a los derechos humanos la “política cenicienta” que aquí propongo sólo tengo que ponerles ante los ojos los resultados futuros de seguir como hasta ahora sin regular el “mercado matrimonial”. Y es que de seguir como hasta hoy, conforme los ricos se casen sólo entre ellos, como cada vez más sucede, dejaremos de ser una sociedad de clases desiguales para acabar en algo peor, mucho peor, una sociedad de castas definidas no por razones religiosas o étnicas sino económicas. Una sociedad humana enteramente semejante a las sociedades de “hormigas”, pues con el tiempo esos matrimonios entre iguales, esos matrimonios acabarán generando diferencias biológicas y genéticas. Dicho de otra manera, el mundo feliz de Aldous Huxley habría al fin llegado.