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FERNANDO ESTEVE MORA

Parece que fue ayer. Y sí, realmente  fue "ayer", pero no lo parece dada la rapidez a la que el pasado, hasta el más reciente, se nos aleja en estos acelerados tiempos. Me refiero a todas esas opiniones de que la pandemia lo iba a cambiar todo... a mejor, de que una catástrofe de semejante magnitud iba a ser un campanazo, un toque de atención que despertara de una vez las conciencias de todos de modo sabiendo por fin que que formamos una red y de que todos dependemos de todos y de que la política ha de partir de la obviedad de que no hay soluciones individuales o privadas a los problemas colectivos, pues entonces...pues éso, que TODO cambiaría.Pero los aplausos de las ocho de la tarde ya hace mucho que ni siguiera resuenan en nuestros cerebros. Por todos lados lo que se oye es más bien la proclama de que el show, el "show business" que es nuestra vida  debe continuar, pese a quien pese, caiga quien caiga, aunque como resultado nos "caigamos" todos, como los ecologistas se empeñan en recordarnos agoreramente

Es bastante bien conocido el impacto de las catástrofes colectivas sobre el comportamiento de los individuos. Frente a lo que pudiera esperarse, lo habitual es que los individuos "cierren filas",  aguanten, resistan, y traten colectivamente de salir para adelante. Un ejemplo relativamente cercano lo proporcionan los bombardeos que Hitler ordenó contra Londres en la II Guerra Mundial. El objetivo que Hitler pretendía con semejante diluvio de destrucción y muerte sobre la población londinense era que cada uno de sus componentes, individualmente, reaccionase de la manera más racional posible, lo que se traduciría en la presión de los ciudadanos a su gobierno para que se aviniese a una negociación con el Reich. Pero Hitler se equivocó. La respuesta  de los londinenses fue la opuesta de la que esperaba, pues en vez de doblegarse a consecuencia de los destrozos que sufrían, ello les fortaleció en su afán de resistencia colectiva.

Una vez más se asistió entonces a una de esas situaciones en que el agregado o suma de los intereses privados de los ciudadanos, el que una vez y otra se a denominado en este blog, el interés DEL público, se echaba atrás frente a su interés público Error semejante al que, años después, cometieron esta vez los "aliados" cuando, ya al final de la guerra, lanzaron una campaña de bombardeo contra la población civil alemana, que también fracasó en su objetivo de doblegarla. Y, un ejemplo más, esta vez desde la economía. Repetidamente se ha comprobado cómo los niveles de delincuencia (incluidos los robos) no sólo no crecen, sino que -incomprensiblemente para los economistas académicos-  disminuyen en los momentos de penuria económica. De nuevo, aquí lo esperable con arreglo al comportamiento previsto desde la racionalidad económica: el aumento de la delincuencia por parte de los que sufren, no se ve en la realidad.  No. El desempleo, la pobreza sobrevenida, no convierte a los desempleados o a los pobres, en delincuentes, al menos no de forma directa, inmediata.

Pero, ¿cabe esperar que esa reacción "solidaria" ante la adversidad se prolongue sine die? Es decir, ¿cabe pensar que ese "reflejo" casi biológico al apoyo mutuo por parte de los individuos que componen un grupo ante la desventura colectiva (que para Kropotkin  era el modo habitual de comportamiento individual en oposición al planteamiento de Darwin para quien  la lucha interindividual  competitiva por la supervivencia entre los componentes del grupo  era el comportamiento que él -Darwin- pensaba imponía  la "selección natural", de forma que sólo se salvasen "los mejores", los "más aptos" o "mejor adaptados/preparados") pueda sostenerse en en tiempo en un grupo social cuando la desgracia que se ceba en él se prolonga y no tiene visos de acabar nunca?. En suma, ¿tiene la solidaridad o el apoyo mutuo ante la adversidad colectiva fecha de caducidad?

El argumento en favor de la existencia de una "fecha de caducidad"  para el apoyo mutuo frente a la adversidad generalizada tiene una larga tradición en Economía. Sencillamente sucedería que para la Economía los individuos adoptaría una estrategia solidaria, de apoyo mutuo, no por razones altruistas sino  por razones estrictamente egoístas  pues esa estrategia la entenderían uno por uno  como una suerte de contratación de un  seguro basado en la reciprocidad, la aplicación del principio de "hoy por tí, y tú, mañana, por mí". Ahora bien, la "racionalidad económica" desde una perspectiva individual de tal estrategia se vería más que seriamente comprometida si se generalizase la idea de que las cosas en el largo plazo no iban a mejorar, sino que, todo lo contrario, se iban a poner tan mal que nadie podría devolver en ese futuro los favores que se le hubiesen prestado hoy. pero, como se acaba de decir antes, esta perspectiva economicista radical del comportamiento humano en función sólo de los propios intereses privados o particulares deja de lado el peso o la consideración en los individuos de otros "intereses" (los públicos y los del público), por lo que la cuestión de una fecha de caducidad para el apoyo mutuo seguiría abierta, sin resolver.

En ciencias sociales no es posible recurrir a experimentos de laboratorio que nos permitan dilucidar "científicamente" esas cuestiones. Por eso son tan importantes las situaciones históricas, que aún anecdóticas y escasas, puedan aportar cierta luz a esta cuestión .

Traeré hoy aquí una de ellas. Una de las que más me han impactado. Se trata de la terrible "experiencia" que vivieron los Ik de Uganda allá por la primera parte de la década de los años 60 del siglo pasado tal y como la contó un antropólogo de la vieja escuela, Colin Turnbull, en un libro excepcional, The Mountain People.

Los Ik eran un pueblo nómada de cazadores-recolectores que a los que como a otros similares los procesos de descolonización y creación de nuevos estados y fronteras le pilló "con el pie cambiado", o más bien, con el alma cambiada,. Como los Kung-san, o los hazda, a finales del siglo XX, sencillamente ocurrió que por entonces los Ik ya no eran de este mundo, o mejor, ya no eran de nuestro mundo. Adicionalmente, los Ik sufrieron de "otro" inconveniente asociado a la extensión de la civilización, cual es que buena parte de las tierras en las que el gobierno inglés les recolocó ya antes de la II Guerra Mundial y por las que podían vagabundear para buscarse la vida se convirtieron más tarde ya siendo Uganda independiente,  en parque natural, en reserva para turistas y cazadores "de pago" en las que su caza estaba prohibida. Y, para colmo de males, una atroz sequía que se prolongó años acabó con las posibilidades de una mínima supervivencia basada en la agricultura en las montañosas tierras a su disposición. Como se suele decir ahora, los Ik se vieron obligados a afrontar una "tormenta económica perfecta" sin esperanzas de que alguna vez pudiera amainar.

Pues bien, lo que Turnbull encontró en las "aldeas" Ik cuando las visitó tras cinco o seis años de penuria sin esperanza fue lo contrario del apoyo mutuo que Kropotkin predecía, lo contrario de la solidaridad, del enfrentamiento colectivo al problema colectivo. A lo que se veía, Darwin llevaba razón...al menos en ese caso. A lo que se veía, la desesperanza en que la desgracia que había caído sobre ellos tuviera alguna vez fin había llevado a los Ik a cambiar la solidaridad interindividual tradicional de las sociedades cazadoras-recolectoras por el "sálvese quien pueda" individual más perentorio y descarnado. Turnbull encontró allí el más salvaje (en el sentido de puro, radical y descontrolado) ejemplo de neoliberalismo que podamos imaginar. Entre los Ik, en aquella época, ya no existía eso que denominamos "sociedad", cada individuo joven, adulto, viejo, macho o hembra se comportaba persiguiendo un único y central interés: el suyo propio, la supervivencia personal, costase a cualesquiera otros lo que costase. Si alguna vez la llamada "señora" Thatcher tuvo razón cuando dijo aquello de que " no existía tal cosa como la sociedad" era en el mundo de los Ik. Sólo había individuos agrupados de modo que "entre ellos", para cada quien sólo contaba sí mismo.

Y la vida entre los Ik era sencillamente espantosa. Humana, sí, pero espantosa. Un mundo en que los hijos se tenían que "buscar la vida" por su cuenta a partir de los 5 años, y en que ni ellos ni sus padres dudaban en quitarse, en robarse,  mutuamente cualquier cosa de valor, ya fueran alimentos, agua, ayudas de los funcionario, etc. Un mundo en que nadie se decía ni compartía nada no fuera que otro se aprovechase de ello. Un mundo donde la desgracia ajena era bienvenida por familiares y demás miembros de la "comunidad" en la medida que ello suponía menos presión sobre los recursos o más de lo que apropiarse. Un mundo en que nadie ayudaba a nadie y todos se vigilaban mutuamente a la espera de poderse robar. Un mundo en que cuando un miembro de la tribu moría, los vecinos (incluidos niños y familiares) luchaban por las escasas pertenencias que dejaban  y abandonaban el cadaver sin cuidado, entierro o atención. Un mundo sin vecindad, sin amigos, sin afectos, sin confianza mutua, un mundo -pues- de explotación mutua, en el que todas esas "cosas" son individualmente disfuncionales. Sí. Así como lo acabo de describir por increíble que parezca. (Soy incapaz de  contar aquí todo el infinito horror concreto y cotidiano en que se desenvolvía la vida de los Ik en aquella época tal y como se cuenta en el libro. Hay que leerlo para creerlo. Lamentablemente, por lo que sé, el libro de Turnbull no se ha traducido al castellano)

En esa caída hacia un  neoliberalismo radical, Turnbull observó la ausencia de un indicador antropológico básico y central en toda comunidad humana: sencillamente, los Ik perdieron sus mitos, sus relatos compartidos acerca de sí mismos, de su pasado y de su futuro. ¿Para qué los necesitaban metidos como lo estaban en la persecución desenfrenada de su propio y egoísta y humano interés en la supervivencia? Los Ik, en suma, vivían en un entorno darwiniano, como animales.

A nadie se le puede ocultar que para triunfar hoy en el capitalismo neoliberal, las mejores herramientas "intelectuales" para los individuos son aquellas mismas que los Ik dominaban, o quizás mejor, dominaban a los Ik: el egoísmo desenfrenado, el olvido de cualquier restricción moral en la persecución del propio interés, el olvido de las consecuencias negativas de los propios actos sobre los demás. Pero si no vivimos como los Ik, ello se debe a que, en nuestro mundo; esas herramientas producen bienes y servicios sin cuento: la abundancia, no la penuria, por muy desigualmente que esté repartida.

El  neoliberalismo que desde algunas tribunas se nos predica como el modelo más deseable para conformar nuestras sociedades se da en un mundo muy diferente al mundo de los Ik, un mundo de abundancia en vez de penuria. Incluso puede decirse que, a diferencia de lo que les aconteció a los Ik, en nuestro mundo, el que los individuos se comporten como Ik se traduce, como decía Adam Smith,  en crecimiento económico para todos  gracias a la magia de la "mano invisible" que opera en los mercados. En el mundo de los Ik, por contra, no había mercados ni magias invisibles porque no había con qué comerciar.

Pero cabe preguntarse cómo serían las cosas si, debido a una catástrofe ecológica global, nuestro mundo se asemejase al mundo de penuria de los Ik, que -recordemos- había sufrido una catástrofe ecológica local que había desbaratado sus modos tradicionales de vida.

Pues bien, en tal caso, los Ik nos ofrecen una lección importante: Nos enseñan cuál es la consecuencia de afrontar una situación de penuria general o colectiva y duradera con unas herramientas mentales, intelectuales y morales, centradas en la persecución del propio interés. Dicho en otras palabras, puede que el terrible, inhumano, espantoso mundo de los Ik en los años 60 del siglo pasado nos ofrezca el mejor reflejo de lo que será nuestro mundo en un futuro catastrófico al que el cambio climático nos va acercando imperceptible pero continuamente.

Traduzco a continuación parte del último párrafo del libro: "Los Ik nos enseñan que nuestros  valores humanos de los que tanto nos enorgullecemos no son en absoluto inherentes a la humanidad, sino que están asociados únicamente a esa particular forma de supervivencia llamada sociedad, y que todos ellos, incluida la propia sociedad, son lujos de los que podemos prescindir. Eso no los hace menos maravillosos y deseables, y si el hombre tiene alguna grandeza radica  con certeza en su habilidad para mantener esos valores, aferrándose a ellos incluso a costa de acortar una vida ya penosamente breve antes de sacrificar esa humanidad. Pero eso también supone una elección por esa opción, y los Ik nos enseñan que el hombre puede perder la voluntad de elegirla".

Y esto tiene su "miga", tiene su importancia. Y ello por dos razones. En primer lugar porque afirma que la "humanidad" , lo que entendemos por características y actitudes "humanas", no es algo consustancialmente humano sino un lujo que, dependiendo de nuestro nivel de riqueza material nos podemos (o no) permitir. El que sea habitual que casi todas las comunidades humanas se lo permitan AL MENOS internamente, entre sus miembros, no debiera hacernos pensar que es algo natural . Basta con estar atento a las noticias del día para saber que ni aún las sociedades más ricas(las europeas, la norteamericana y canadiense, la australiana o la china) se permiten por las razones que sea ese lujo del "humanitarismo" con los que no "son de ellas", con los que tratan de inmigrar a ellas.

Y, en segundo lugar, en esta frase (y a lo largo de todo el libro) Colin Turnbull se apunta a la idea de que el "cambio" de los Ik a un modo darwiniano de enfrentar la catástrofe colectiva que sufrieron en vez de seguir con el modo tradicional kropotkiniano fue una elección, no una imposición por parte de nuestro código genético. No lo sé. Y quizás de igual. Pues dada la propensión humana a la mímesis, a la imitación, quizás bastase que algunos Ik se hiciesen más egoístas y tuviesn más éxito en su lucha por la supervivencia a costa de los demás para que esa "estrategia" de supervivencia individual  se extendiese por el resto como la pólvora con las desastrosas consecuencias que ello tuvo. Si esto fuera así, ni qué decir tiene que la generalización de la más servil admiración a los "triunfadores" característica de las meritocracias de nuestras sociedades actuales no es, a este respecto, el mejor "esquema de valores" para afrontar los cambios catastróficos a los que muy probablemente hayamos de dar la cara en un futuro no demasiado lejano.

(Más sobre las diferentes perspectivas de Kropotkin y Darwin  puede encontrarse en: https://www.rankia.com/blog/oikonomia/428813-lecciones-titanic-i-salvese-quien-pueda-mujeres-ninos-primero )
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  1. #2
    22/11/21 00:58
    Que horror el clasismo y la meritocracia. Las primeras inyecciones que nos inoculan al nacer. 
    Muchas gracias. Saludos. 
  2. #1
    15/11/21 08:21
    Muy interesante. Gracias.