La Última Noche de Diciembre del Trader
(Un cuento para quienes han olvidado por qué empezaron este viaje)
SEGUNDA PARTE
SEGUNDA PARTE
Marcos se quedó mirando al abuelo. Las palabras flotaban en el aire entre ellos como copos de nieve que no terminan de caer.
—No lo entiendes, abuelo —dijo finalmente Marcos—. Si paro, si renuncio a esto... entonces todo habrá sido para nada. Todo el dinero perdido, todo el tiempo invertido, todas las promesas rotas. Si abandono ahora soy un...
—¿Un fracasado? —completó el abuelo.
Marcos bajó la mirada. Esa palabra. Esa maldita palabra que le consumía por dentro.
—Déjame contarte una historia —le dijo el abuelo. Entonces, se sentó en la cama como para contarle un cuento, cómo hacía cuando Marcos era un niño—. Érase una vez un jardinero que sólo amaba ver crecer las cosas. Un día plantó un árbol y cada mañana iba a verlo con ilusión.
Marcos casi sonrió. Los cuentos del abuelo. Cuánto los había extrañado.
—Pero resulta el árbol crecía muuuyyy lento —continuó el viejo—. El jardinero, impaciente, comenzó a tirar de las ramas para que creciera más rápido. "Crece", le decía. "Tienes que crecer." Y tiraba y tiraba. Una noche, llegó a su casa cansado y frustrado. Su hijo le preguntó: "Papá, ¿por qué intentas forzar al árbol a que crezca a tu ritmo y no al suyo?" El jardinero se dio cuenta de algo terrible: había estado tan obsesionado con "hacer" crecer el árbol que había olvidado por qué lo plantó.
En ese momento, el abuelo hizo una pausa y miró directamente a Marcos.
—¿Sabes qué pasó después?
Marcos negó con la cabeza.
—A la mañana siguiente, cuando fue a ver el árbol, descubrió que estaba seco. De tanto tirar de él, de tanto forzarlo, de tanto querer que fuera lo que él quería en lugar de lo que el árbol era... lo había matado. Y el jardinero se quedó ahí, mirando el árbol muerto, y lloró. No lloró por el árbol. Lloró por sí mismo. Porque se dió cuenta de que el problema nunca había sido el árbol. El problema era que él había olvidado algo fundamental: se había enamorado del "crecimiento", pero no amaba el árbol.
Las palabras cayeron sobre Marcos como martillazos suaves pero certeros.
—¿Tú amas el trading, Marcos? —preguntó el abuelo—. ¿O amas la idea de lo que el trading podría darte?
Marcos abrió la boca pero no salió ningún sonido. La pregunta había dado justo en el blanco. ¿Cuándo fue la última vez que disfrutó de verdad haciendo trading? ¿Cuándo dejó de ser una pasión y se convirtió en una obsesión? ¿En qué momento el sueño se transformó en pesadilla?
—Al principio me gustaba —admitió finalmente con voz ronca—. Al principio estudiaba porque me apasionaba entender los mercados. Quería aprender. Quería crecer. Pero ahora... ahora sólo quiero recuperar lo perdido. Solo quiero demostrar que no soy un idiota. Solo quiero que mi esposa deje de mirarme con esa cara. Solo quiero...
Su voz se quebró.
—Solo quieres dejar de sentir que no vales nada —terminó el abuelo—. Y créeme, muchacho, entiendo ese sentimiento. Todos lo hemos tenido. Pero déjame decirte algo que aprendí demasiado tarde en mi vida: tu valor no está en lo que logras. Tu valor está en quién eres cuando dejas de intentar demostrarlo.
El abuelo se levantó de la cama y caminó hacia la ventana.
—Mira allá afuera —dijo señalando la calle donde las familias caminaban con bolsas de regalos, donde los niños corrían emocionados, donde la vida simplemente sucedía—. Todas esas personas que ves... cada una lleva su propia batalla. Cada una tiene sus propios fracasos. Pero esta noche, por lo menos esta noche, han decidido que estar con quien aman es más importante que cualquier otra cosa.
Marcos se acercó a la ventana.
Vio a un hombre que se reía con sus hijos.
Vio a una pareja de ancianos caminando tomados de la mano.
Vio vida. Simple y hermosa vida.
Y de repente sintió algo que no había sentido en meses: envidia.
No la envidia tóxica de ver traders presumiendo ganancias. Sino la envidia sana de ver a gente que parecía tener lo que él había perdido en el camino: presencia.
—¿Sabes cuál es la única diferencia real entre ganar y perder en el trading? —preguntó el abuelo—. No es el conocimiento. No es la disciplina. No es ni siquiera la suerte. Es saber por qué lo haces. Hay quienes hacen trading para vivir. Y hay quienes viven para hacer trading. Los primeros tienen una vida. Los segundos tienen una obsesión.
Marcos sintió un nudo en la garganta.
—Yo solo quería... —comenzó a decir, pero no pudo terminar porque las lágrimas llegaron antes que las palabras. Lágrimas que había contenido durante meses. Lágrimas que no se había permitido derramar porque llorar sería admitir la derrota. Pero ahora, frente a su abuelo, ya no pudo contenerlas más.
—Yo solo quería ser alguien —sollozó—. Quería que mi familia estuviera orgullosa. Quería que mi hija no tuviera que ver a su padre como un perdedor. Quería...
—¿Querías ser amado? —dijo suavemente el abuelo.
Marcos asintió entre lágrimas.
El abuelo se acercó y puso su mano en el hombro de Marcos, exactamente como lo hacía cuando Marcos era niño y se había caído de la bicicleta.
—¿Y sabes qué es lo más triste de todo? —dijo el abuelo—. Que allá abajo hay gente que ya te ama. Tu hija te ama aunque pierdas cada operación. Tu esposa te ama aunque no entienda por qué haces esto. Tu madre te ama aunque estés aquí arriba en lugar de allá abajo. Te aman no por lo que logras, sino a pesar de ello. Y tú estás aquí arriba, persiguiendo el amor de gente que no conoces, tratando de demostrarle algo a gente que no le importas, buscando validación en un mercado que no siente nada por ti.
Esas palabras fueron como un puñetazo directo al alma.
—Entonces... ¿qué hago? —preguntó Marcos limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, sintiéndose de repente como el niño de siete años que le preguntaba al abuelo cómo arreglar su juguete roto.
—¿De verdad no lo sabes? —sonrió el abuelo.
Marcos miró las pantallas. Luego miró la puerta que llevaba hacia abajo, donde estaba su familia. Y por primera vez en meses, la respuesta fue clara como el agua.
—Bajar —dijo simplemente.
—Bajar —confirmó el abuelo—. Y mientras bajas, quiero que recuerdes algo: este no es el final de tu historia con el trading. Si realmente te gusta, si realmente te apasiona, volverás a él. Pero volverás diferente. Volverás porque quieres, no porque necesitas. Volverás con amor, no con desesperación. Y esa, muchacho, esa es toda la diferencia.
Marcos sintió como si un peso enorme se levantara de sus hombros. No había desaparecido del todo—los problemas seguían ahí, el dinero perdido seguía perdido, las conversaciones difíciles aún debían suceder—pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía respirar.
Se levantó de la silla. Sus piernas estaban entumecidas después de once horas sentado, pero caminó hacia la puerta.
Antes de abrirla, se giró para darle las gracias al abuelo.
Pero la habitación estaba vacía.
Marcos sonrió. "Gracias, abuelo", murmuró al aire. No sabía si realmente había estado ahí o si su mente exhausta le había regalado la visita que necesitaba.
Pero no importaba. A veces los mejores maestros son aquellos que viven en nuestro interior.
Abrió la puerta y comenzó a bajar las escaleras. Con cada escalón, escuchaba más claramente las voces de abajo. Su madre cantando un villancico. Su hermano riendo. El tintineo de los cubiertos contra los platos.
Y cuando entró al comedor, su hija de siete años dejó de comer y lo miró con esos ojos enormes que Marcos amaba más que cualquier cosa en el mundo.
—¡Papá! —gritó y corrió hacia él.
Marcos la levantó en brazos y la abrazó fuerte, tan fuerte que ella se rió y dijo: "¡Papá, me asfixias!"
Pero él no la soltó. No todavía.
Porque en ese abrazo estaba todo lo que había estado buscando en las pantallas: valor, propósito, amor.
Su esposa lo miraba desde la mesa.
No con enojo ni con reproche. Solo lo miraba, esperando. Marcos caminó hacia ella con su hija aún en brazos y le dijo las dos palabras más importantes que se pueden decir:
—Lo siento.
Ella no respondió inmediatamente. Pero después de un momento que pareció eterno, asintió. Y esa pequeña aceptación fue más valiosa que cualquier operación ganadora.
Esa noche, Marcos cenó con su familia. Rió con los chistes malos de su hermano. Escuchó a su madre contar por millonésima vez la historia de cómo conoció a su padre. Jugó con su hija a ponerle la cola al reno.
Y cuando la noche terminó y todos se fueron a dormir, Marcos subió a su cuarto. Miró las pantallas apagadas. Y sonrió. Porque entendió algo que el abuelo Jorge sabía desde siempre:
El trading puede esperar. La vida, no.
MORALEJA
A veces creemos que nuestra búsqueda de éxito es amor propio, pero en realidad es miedo disfrazado.
Miedo a no valer, miedo a no ser suficiente, miedo a decepcionar.
Perseguimos victorias pensando que nos completarán, pero cada victoria sólo revela un nuevo vacío.
Porque el vacío nunca estuvo afuera.
El vacío estaba en haber olvidado quiénes éramos antes de convertirnos en lo que intentamos ser.
El verdadero éxito no está en nunca caer.
Está en recordar por qué te levantaste la primera vez.
Y a veces, el acto más valiente no es seguir peleando.
Es tener el coraje de parar, mirar alrededor, y preguntarte:
"¿Qué estoy persiguiendo realmente? ¿Y vale la pena lo que estoy sacrificando para alcanzarlo?"
Si el camino que recorres te hace olvidar para qué comenzaste a caminar, entonces quizás es momento de detenerte.
No para rendirte. Sino para recordar.
Porque el mercado siempre estará ahí. Tus gráficos siempre te esperarán.
Pero el abrazo de tu hija esta noche, la risa de tu familia esta Navidad, el tiempo que tienes con quien amas... eso, eso no espera a nadie.
Y cuando regreses (si realmente es tu camino, regresarás) lo harás diferente. No como quien busca desesperadamente llenar un vacío, sino como quien ya se siente completo y simplemente quiere compartir su plenitud con el mundo.
Esa es la diferencia entre hacer trading por miedo y hacer trading por amor.
Esa es la diferencia entre ser trader... y ser humano.