La Última Noche de Diciembre del Trader
(Un cuento para quienes olvidaron por qué empezaron en este viaje)
PRIMERA PARTE - 24 de diciembre
PRIMERA PARTE - 24 de diciembre
Era Nochebuena y Marcos llevaba once horas frente a las pantallas.
No eran las once horas de alguien que trabaja con entusiasmo. Eran las once horas de quien no puede apartar la mirada del abismo. Como esos conductores en la autopista que frenan ante un accidente horrible: aunque no quieran mirar, no pueden dejar de hacerlo. Las velas rojas de sus gráficos parpadeaban al ritmo hipnótico de su derrota. Otra vez. La misma historia de siempre.
Abajo, escuchaba las voces de su familia. Su madre preguntaba dónde estaba. Su hermano hacía alguna broma. Escuchó la risa de su sobrina, esa niña de cinco años que siempre le preguntaba:
"Tío, ¿por qué siempre estás en la computadora?"
Él solía responderle con una sonrisa forzada:
"Estoy trabajando en algo importante, princesa."
¿Importante? Marcos sintió cómo esa palabra le quemaba por dentro como un trago de aguardiente malo. Ya no sabía si lo que hacía era importante o si simplemente era adicción.
¿Cuántas veces había prometido que esta vez sería diferente?
¿Cuántas veces había dicho "solo recupero esto y lo dejo"?
El peso en su espalda era real. Físicamente real. Como si llevara puesto un chaleco cargado con piedras.
Cada pérdida era una piedra más. El año pasado había perdido el dinero de las vacaciones familiares. "Una mala racha", se justificó.
Hace tres meses, había perdido los ahorros que tenía guardados para el enganche del coche que su esposa tanto necesitaba. "El mercado estuvo raro", se excusó.
Pero lo peor no era el dinero. Lo peor era la mirada de su esposa. Esa mirada que ya no era de decepción(porque la decepción implica que alguna vez hubo esperanza).
Ahora era una mirada vacía, como quien mira un mueble viejo que ya no sirve pero que no se anima a tirar. "Ya ni discute conmigo", pensó Marcos, y eso le dolió más que cualquier grito.
Su padre había subido dos veces a llamarlo.
"Marcos, baja aunque sea un ratito. Tu hija te está buscando."
Sí, su hija. Su pequeña de siete años que dibujó en el colegio a su familia: mamá, ella misma, el perro... y su papá como un palo sentado frente al ordenador. La maestra le había preguntado a su esposa si todo estaba bien en casa...
Marcos abrió su cuenta de trading. El saldo le devolvió la mirada como un espejo cruel. De los veinte mil euros que había depositado en enero (veinte mil euros que le había pedido prestados a su hermano prometiendo devolverlos en tres meses), quedaban ochocientos.
Ochocientos míseros euros.
"Esto es un pozo sin fondo", pensó, usando las mismas palabras que usaba su abuelo cuando hablaba del juego.
Y entonces, como un escalofrío, la pregunta lo atravesó:
"¿En qué me diferencio de mi tío Antonio?"
Antonio, el de las apuestas. Antonio, el que la familia mencionaba en voz baja. Antonio, el que arruinó su matrimonio apostando el dinero de la casa. "Yo no soy como él", se defendió Marcos en voz alta ante las pantallas vacías. "Yo estudio. Yo analizo. Yo..."
Pero no pudo terminar la frase. Porque en ese momento se vio a sí mismo desde afuera: un hombre de treinta y seis años, solo en Nochebuena, mirando gráficos como quien mira una ruleta, convencido de que "la próxima va a salir".
Nadando a contracorriente.
Golpeándose la cabeza contra la misma pared. Dando vueltas en círculo sin llegar a ningún lado.
Las voces de abajo se habían apagado. Seguramente ya estaban sentados a la mesa. Su madre habría puesto la silla vacía para él, como siempre. Después alguien -probablemente su hermano-diría "Dejemos que trabaje" con ese tono que ya no era de comprensión sino de lástima.
Y cenarían sin él. Otra vez.
Marcos cerró los ojos y las imágenes lo asaltaron como ráfagas: los cursos que había comprado(cinco, seis, había perdido la cuenta), cada uno prometiendo ser "el definitivo".
Los grupos de Telegram donde todos presumían ganancias excepto él.
Las madrugadas viendo videos de YouTube de traders millonarios desde Dubai, todos con el mismo mensaje: "Es fácil, solo tienes que seguir mi método."
Las discusiones con su esposa, cada vez más amargas, cada vez más frecuentes.
"Estoy harto de sentirme un inútil", murmuró. Las palabras salieron solas, como un vómito.
"Estoy harto de intentar y fallar. De estudiar y perder. De prometer y decepcionar."
Se le quebró la voz.
"Estoy harto de mí mismo."
En ese momento escuchó un golpe suave en la puerta.
No era la llamada impaciente de su padre ni el toc-toc tímido de su hija. Era otro tipo de golpe. Suave pero firme. Como de alguien que sabe que tiene todo el tiempo del mundo.
"Adelante", dijo Marcos sin girar la silla, sin apartar los ojos de las pantallas que ya solo mostraban su propio reflejo fantasmal.
La puerta se abrió y entró su abuelo.
El abuelo Jorge, que había muerto hace tres años.
Marcos parpadeó. Luego parpadeó de nuevo. "Me quedé dormido", pensó. "O me volví loco definitivamente."
Pero todo era tan real...
Marcos no pudo más que mirarlo. Fíjamente. Llevaba esa camisa a cuadros de leñador que tanto le gustaba. Esa que su abuela siempre decía que estaba demasiado vieja pero que él se negaba a tirar.
—¿Qué haces aquí arriba, Marquitos? —preguntó el abuelo. A MArxcos se le encogió el corazón con esa voz que no escuchaba hacía tres años
—Abuelo, yo... —las palabras se le atascaban en la garganta como piedras—. Tengo que... esto no puede esperar.
El abuelo se acercó lentamente hasta la ventana. Y miró hacia la calle donde las luces navideñas parpadeaban en los postes. Sus pasos sonaban exactamente como Marcos los recordaba.
—¿Acaso no sabes qué día es hoy? —preguntó sin volverse.
—Nochebuena.
—¿Y ya no recuerdas qué hacía yo en Nochebuena cuando trabajaba en la fábrica?
Marcos conocía la historia. La había escuchado cientos de veces cuando era niño. Pero en ese momento, no tenía ánimos para nostalgias.
—Dejabas el trabajo—murmuró—. Lo sé, abuelo. Pero es diferente ahora. El trading no es como la fábrica. No puedo simplemente...
—¿Qué no puedes? —interrumpió el abuelo girándose—. ¿No puedes cerrar esas pantallas? ¿No puedes levantarte y bajar? ¿O no quieres?
La pregunta se desvaneció en el aire como el humo de un cigarro. A Marcos se le revolvía el estómago...
—Si ahora bajo... —empezó la frase, pero su voz se fue apagando porque en realidad no sabía cómo terminar esa frase.
—Si ahora bajas , ¿qué? —el abuelo se acercó y se sentó en la cama, justo como lo hacía cuando le contaba cuentos a Marcos de niño —. ¿Se va a acabar el mundo? ¿Vas a perder algo que no hayas perdido ya?
Marcos sintió que algo se rompía dentro de él.
Como un dique que contiene el agua hasta que una grieta pequeña se convierte en un torrente.
—No puedo parar, abuelo —dijo, y esta vez su voz sonó como la de un niño asustado—. Cada vez que pierdo me siento vacío. Como si no valiera nada. Y pienso que si hago una operación más, si gano aunque sea un poco, ese vacío se llenará. Pero nunca se llena. Nunca.
El abuelo Jorge asintió lentamente, como quien escucha una confesión que ya sabía que vendría.
—Te voy a contar algo que nunca te conté —dijo después de un silencio largo—. Cuando yo tenía tu edad, también creía que había cosas que no podían esperar. Trabajaba dobles turnos en la fábrica porque pensaba que si ganaba más dinero, tu abuela sería más feliz. Que mis hijos estarían orgullosos. Que yo valdría más.
Marcos lo miró sorprendido. Nunca había escuchado esta historia.
—Un día —continuó el abuelo—, tu abuela me dejó una nota. Decía: "Jorge, los niños ya no te reconocen. Cuando llegas, ya están dormidos. Cuando despiertas, ya te fuiste. Eres un fantasma que paga las cuentas."
El abuelo se frotó las manos como solía hacer cuando algo le pesaba en el alma.
—Esa noche dejé el turno doble. Sí, ganábamos menos dinero. Pero ¿sabes qué descubrí? Que las cosas que no pueden esperar... son justamente las que necesitan que pares.
(Continuará....)