Esta semana se ha despedido el presidente del Banco Central Europeo, uno de los personajes más influyentes de la economía mundial. Jean Claude Trichet ha dejado, en mi opinión, el listón bastante alto, aunque sé que mucha gente le tendrá en sus pesadillas durante algo más de tiempo. Lo cierto es que este señor no ha dejado indiferente a nadie. Se tomó muy en serio el papel que Maastricht concedió al Banco Central Europeo: el control de la inflación en la €zona, asegurando la independencia de la institución y la coherencia de la política monetaria con su objetivo –eso que algunos llaman ortodoxia-.
No pretendía hacer una semblanza de Trichet, simplemente me ha venido bien el fin de su mandato para encabezar este sencillo artículo sobre política económica y mensajes. El ex presidente destacaba más por lo que callaba o por lo que insinuaba que por las medidas que anunciaba en nombre del consejo del Banco. Fijaos que los mercados financieros siempre llegaban a las ruedas de prensa con la subida o el recorte de tipos ya descontados, lo interesante era adivinar lo que podía pasar durante los meses siguientes:
- Cuidado que seguimos en vigilancia… - decía Trichet.
Y ya entendían los mercados que ese hueso ya no tenía carne: el BCE no se iba a enrollar y la siguiente ronda había que pagarla a escote. También ha habido alguna sorpresa, medidas no anticipadas, pero la clave de la eficacia del BCE ha sido su reputación, forjada con un criterio coherente, previsible y a prueba de chantajes de dentro y de fuera de Europa. Trichet se ha interpretado a sí mismo hasta el final, dejando claro que las decisiones monetarias competen a la institución que acaba de dejar.
Alguien pensará que al BCE se le fue la mano al subir los tipos de interés cuando hacía falta apuntalar el crecimiento. Yo sigo defendiendo que las decisiones han sido coherentes con lo que el Tratado de Maastricht establece –y, sin engañarnos, con la fobia histórica que Alemania tiene al fenómeno de la inflación-. Si la Reserva Federal americana puede trabajar en función de las circunstancias, en Europa los papeles están repartidos de diferente manera: el BCE vela por el control de la masa monetaria y los Estados Miembros se encargan de gestionar el crecimiento, que para eso mantienen sus políticas fiscales soberanas. Lo que ocurre es que aquí todo el mundo ha hecho lo que ha querido con sus Presupuestos Generales –los PIGS y algunos que no son PIGS- y se ha confiado todo al precio del dinero. Y en eso estamos hoy, sin salir de una crisis financiera y casi entrando en otra.
Ahora todo el mundo está de acuerdo en unificar políticas fiscales pero, en realidad, se trata de la excusa para seguir viviendo de la deuda pública. A pesar de la amenaza neoliberal, nadie apuesta por reformas fiscales que devuelvan terreno a la economía real. Y más importante que las cifras de los ajustes, las autoridades deberían analizar el mensaje que están enviando a la sociedad:
- Ciudadanos: no os preocupéis que nosotros os salvaremos de la crisis.
Cuando el mensaje oportuno debería ser:
- O espabiláis o nos vamos todos por el desagüe.
Cada vez que se insinúa una nueva recapitalización bancaria, los inversores se frotan las manos, encantados de que las autoridades se ocupen de animar el cotarro bursátil. No importa si las empresas cotizadas dan o no beneficios, da igual que los bancos no hagan su negocio natural y sigan comiéndose el pastel que debería estar alimentando a la economía real. Conscientes de su papel estratégico, el sector financiero ha recibido perfectamente el mensaje de las autoridades:
- No lo permitiremos jamás.
Es que los clientes somos buenos escudos humanos.
La eficacia de cualquier política económica –fiscal, monetaria, cambiaria, comercial, de rentas…- no depende sólo de las matemáticas. En Economía dos y dos pueden ser cuatro algunas veces, pero lo normal es que sumen cero y ya ajustaremos cuentas en el futuro. Lo importante es que el destinatario de cada medida entienda correctamente su objetivo y no lo pueda manipular. Subvencionar cualquier cosa implica transferir renta de un bolsillo (el del subvencionado o beneficiario oficial) a otro (el del beneficiario real). Anunciar que dentro de seis meses subes un impuesto supone movimientos en la demanda agregada (tal vez sea eso lo que se buscaba en realidad), como ocurrió con las compras previas a la subida del IVA en Julio de 2010. Si os dais cuenta, las políticas basadas en aumentar gastos o ingresos son más fáciles de boicotear que las políticas de recortes. Suprimir una partida de gasto es problemático pero no hay duda de que nadie se va a aprovechar de ello. Bajar impuestos implica asumir que la Administración no va a poder con todo y que somos los agentes privados los que tenemos que recuperar las riendas de la economía. Incluso para algunos, una fiscalidad blanda podría reducir ciertas barreras de entrada y atraer competencia indeseable. De otro modo, el lenguaje de los recortes es más claro que el de las subidas, estas son más ambiguas por la posibilidad de esconder segundas intenciones.
Como veis, la política económica es mucho más complicada que un simple ajuste de gastos o ingresos o que un toque de medio punto a los tipos de interés. Un gestor eficaz se anticipa a las reacciones del público para que no boicotee sus objetivos. En esto Trichet ha sido un buen ejemplo. Me parece a mí.
Próxima semana: Apuntes de Economía.
Saludos.