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Parte de crisis: atrapados en la burbuja institucional

Esta será mi última entrada de este año, así que aprovecho para desearos una Feliz Navidad, un digno final de 2009 y, sobre todo, salud y trabajo para 2010. Procede reconocer que no ha sido un buen año para este blog y os pido, de nuevo, disculpas por ello. Esta ha sido una Bitácora en Crisis, más que un espacio para seguir la crisis económica en tiempo real. Sobre todo por falta de tiempo, aunque también por un cierto miedo a darle demasiadas vueltas a unos pocos temas que me preocupan de la Economía. Aún así, espero haber contribuido a ver la actualidad económica desde un punto de vista macro -es decir, no desde mis intereses particulares sino desde mi comprensión global de las cosas- y con una crítica ácida pero bien-intencionada, exenta de etiquetas. Seguro que más de uno os preguntaréis, por ejemplo, cómo puedo defender argumentos liberales más cercanos al empresario que al currante y, a la vez, opinar sobre los Objetivos del Milenio; o por qué me meto tanto con algunos funcionarios o con la política de tipos de interés bajos. En el fondo, yo también quiero para mí una plaza para toda la vida y una hipoteca baratita que me permita dar un buen pelotazo inmobiliario, a la vez que contemplo el fin del hambre en el mundo sin levantarme del sofá. Pero no creo que hablar "de lo mío" aporte gran cosa al conjunto. Así que, en 2010 seguiré, Dios mediante y en la medida de lo posible, hablando de economía desde esa perspectiva macro.

Pues bien, mi último parte de crisis por este año no va a tener ni un solo dato estadístico y asumo el riesgo de ser demasiado subjetivo. Lo cierto es que la crisis económica en la que estamos metidos va a ser explicada en el futuro como una sucesión de pinchazos: el reventón de la burbuja crediticia, que se trasladó a otras burbujas en mercados reales como los de materias primas o vivienda, y a negocios virtuales como las nuevas tecnologías o los medios de comunicación, hundiendo precios y tasas de ocupación en el resto de los sectores productivos. Con el agravante, en el caso español, de que ya manteníamos varias pompas de dimensiones desconocidas en los manuales: la inmobiliaria, la de consumo doméstico y la de titulados universitarios. La sociedad ha reaccionado automáticamente mirando hacia la clase política internacional y local y hacia los agentes sociales, como si la culpa y la solución a la crisis estuvieran exclusivamente en sus manos. O quizá porque no hay margen ni huevos para la autocrítica y la corresponsabilidad en las bases, fuera de ciertos grupos de radicales, más o menos violentos, que en el fondo se encargan de cargar contra los de arriba en nombre de los de abajo.

A esto es a lo que yo llamo la burbuja institucional. Sin saber cómo, nos hemos convencido de que todo se resolverá cuando los ineptos que nos dirigen y/o representan se pongan de acuerdo respecto al cambio climático, el cumplimiento de unos Objetivos globales, la reforma de unas estructuras laborales, la demonización oficial de banqueros y extorsionadores asociados varios o el reparto de una tarta en 15, 17 o 25 trozos. A cambio de la autoridad divina que les hemos concedido, esperamos recibir un lote completo de derechos -incluidos los de criticar y reclamar-. Derechos que, por alguna extraña razón, creemos infinitos -como el crédito o el precio del ladrillo-. Y por si fuera poco, todo el mundo piensa que el ejercicio de sus derechos individuales no afecta al conjunto. Así, podemos defender el cierre de nuestras fronteras comerciales y, a la vez, el fin del neoliberalismo capitalista expoliador de países tercermundistas. O la indemnización de 45 días por año trabajado, sin que afecte a la contratación estable de nuevos trabajadores o a futuras inversiones productivas. O la oferta ilimitada de empleo público sin que a los emprendedores se les quede cara de tontos por no haber elegido el camino fácil.

Como en la burbuja crediticia que originó la última crisis económica mundial, existe un producto en venta que no tiene contenido real (la autoridad de gobernantes y representantes sociales) y los ciudadanos estamos dispuestos a endeudarnos con nuestro silencio o nuestras críticas facilonas -no sé que es peor-, con la vana esperanza de que la inversión retorne en forma de unos derechos impagables -al menos para todos-. Desconozco cuándo va a explotar esta burbuja y deseo que si lo hace, sea de forma ordenada y no violenta. Pero tengo claro que somos los ciudadanos quienes tenemos toda la responsabilidad en la formación de esta burbuja institucional. No hay acuerdo en la cumbre ni política económica que pueda sustituir nuestro compromiso personal y cotidiano con la economía. Y opino que debemos ir pensando en convertir nuestro desorden económico mundial basado en derechos individuales, en un sistema justo y posible basado en la corresponsabilidad.

Espero no parecer demasiado utópico. Y lo dicho, mis mejores deseos. Hasta el año que viene.
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