Si algo echo de menos en los debates sobre política económica es la incapacidad que demuestran las partes contratantes para proponer terceras vías, soluciones nuevas que pueden hacer ganar a unos, a otros y, de paso, al interés general. Qué duda cabe que el interés general siempre es el principal dañado en el tira y afloja que nos traemos con los servicios públicos. Mientras los funcionarios defienden lo suyo y los espabilados de turno se frotan las manos para entrar a saco en el nuevo filón, seguimos sin resolver el dilema de cómo cubrir una serie de necesidades básicas sin que la economía y el sentido común mueran en el intento. Y a mí no me vale con aquello de que ya tenemos políticos para pensar y solucionar la papeleta a gusto de todos. Aquí hablamos de una hucha colectiva y algo tendremos que decir los contribuyentes sobre el tema. Vamos, digo yo.
Cierto amigo suele decir con frecuencia que no vamos a tener una auténtica democracia hasta que no se democratice la economía. Un clásico diría que no hay nada más democrático que el mercado –que se lo digan a los bares o a los centros comerciales, grandes gestores de mayorías-. Pero cuando hablamos de bienes y servicios preferentes la cosa cambia un pelín porque, en tal caso, los usuarios no podemos votar con los pies y cambiarnos al centro de salud o a la oficina del paro de enfrente. Sólo nos queda la opción de cambiar al gestor cada cuatro años y practicar el derecho al pataleo mientras tanto. ¿No hay ninguna fórmula para que los usuarios podamos participar en la gestión de los servicios públicos que estamos pagando tan gustosamente?
Pues sí la hay, la fórmula está en el título de esta entrada: la economía social. No se trata de nada nuevo, ya que el modelo es más viejo que el tebeo, pero sólo interesa sacarlo a relucir en tiempos de tribulación, ya que en época de vacas gordas no toca socializar o reinvertir ganancias. Todos conocemos ejemplos, mejores o peores, de cooperativas y sociedades laborales sanitarias y educativas. También las hay en actividades como la gestión de polideportivos municipales o el transporte colectivo. Incluso ya tenemos alguna ETT en formato cooperativo. Aclaro que una cooperativa es una empresa con ánimo de lucro, es decir, se las tiene que apañar para obtener beneficios que luego va a repartir bajo algunas condiciones. Nada que ver con la fundación, otro formato de economía social que opera sin ánimo de lucro –al menos en contabilidad A, claro- y que se limita a prestar servicios bajo subvención y/o donaciones privadas. A propósito, me pregunto por qué en la no-privatización de la sanidad madrileña no hay ninguna cooperativa sanitaria en el ajo. No sé, igual hay razones convincentes y no hay más que decir sobre el tema.
Aunque la economía social puede servir de modelo para cualquier tipo de negocio, creo que su espacio natural está en la cobertura de necesidades colectivas como la sanidad, la educación o la movilidad, por dos razones: la capacidad que demuestran estas entidades para tejer redes y adquirir tamaño, y su gestión democrática. El tamaño es necesario para optimizar costes, mutualizar riesgos y asegurarse la sostenibilidad de la empresa a partir de las aportaciones de los propios socios-usuarios. La gestión democrática, aunque sea bajo la dirección de un Consejo Rector, es vital para que los socios-usuarios no se limiten a votar cada cierto tiempo y a poner dinero. Si las administraciones funcionaran como cooperativas gigantes, posiblemente no haría falta proponer este modelo de gestión. Pero la realidad es que no lo hacen. A pesar del tamaño del sector público, no hay incentivos para introducir criterios de eficiencia porque el dinero es de todos –osea, de nadie- y el comodín de la justicia social siempre es un buen cortafuegos para cualquier propuesta de mejora. A pesar de que estamos en una democracia formal, las administraciones sólo nos invitan a participar en la gestión para votar al consejo rector. Y, por último, tampoco son muy buenas las administraciones a la hora de reinvertir los beneficios que generan los servicios en su propia mejora. Sí, habéis leído bien, he dicho beneficios. Aunque los bienes preferentes sean deficitarios en la contabilidad, hay unas externalidades positivas que no están siendo aprovechadas. En el ejemplo de la sanidad, una cooperativa eficiente invertiría más en prevención que en medicación para reducir el coste por usuario de la atención sanitaria, un indicador que los contribuyentes sólo apreciamos a través de medidas punitivas como el copago o de la intoxicación mediática y política.
Ahora que el Estado amaga con batirse en retirada de la prestación de algunos servicios, igual es el momento de que la sociedad reaccione con iniciativas autogestionables. Desde luego las administraciones deberían ser las primeras interesadas en promover y facilitar las cosas a las entidades de economía social, pero si no lo hacen, nada impide a los emprendedores organizarse en torno a modelos de negocio nuevos y principios, si os parece, más éticos. Desde mi punto de vista, creo que la economía es más un problema de organización de personas que de recursos financieros. Si no entendemos esto, seguiremos perdiendo el tiempo y el norte en debates que no resuelven problemas ni tienen en cuenta el interés general.
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