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En su número correspondiente al19/12/07 la revista The Economist publicaba un artículo en que se sostenía que la tendencia a una creciente desigualdad en la distribución de la renta patente en los EE.UU. (y no sólo en este país) no se había visto asociada a un incremento similar en la desigualdad en el gasto o en el consumo, por lo que, supuesto que la gente no es en general avara (avaros lo serían quienes obtienen bienestar de la mera posesión de dinero y no de su uso para acceder a más y mejores bienes y servicios), se sigue que la mayor desigualdad en la distribución de la renta no estaría viniendo acompañada por una equiparable mayor desigualdad en la distribución de bienestar económico.

 
Puede ser que ello sea cierto, aunque creo que es debatible. Pero más que meterme en ese asunto, me interesa mucho más comentar y reflexionar en los “argumentos” intuitivos en los que, adicionalmente, se sustentaba la tesis del artículo. En él se comparaban dos situaciones, una, la de 1904, cuando los hermanos Vanderbilt (sí, de los Vanderbilt de toda la vida) podían disfrutar de un coche que lograba alcanzar los 147 km/h o de un refrigerador eléctrico en que cabían hasta 500 libras de carne en tanto que la mayor parte de sus compatriotas no les quedaba otra opción que desplazarse a caballo o a pie por las calles y carreteras embarradas y usar de barras de hielo para enfriar la poca carne que podían comprar; con otra, la de hoy en día, en que la distancia entre el multimillonario que conduce un Rolls o un Porsche y el pobretón (el 70% de los norteamericanos que se encuentran por debajo de la línea oficial de pobreza tienen al menos un coche) que lleva un coche de segunda mano no es equiparable a las de sus homólogos de hace un siglo. Y de igual manera, las ventajas cualitativas de un frigorífico de última generación y diseño sofisticado o de un televisor de plasma sobre sus “hermanos” de gama baja también son inexistentes, son diferencias cuantitativas, importantes sin duda, pero no tanto como para que permitan distinguirlos como bienes de distintos “mundos”. La conclusión, como señala The Economist, es obvia: al contrario de lo que sucede con la distribución de la renta, la desigualdad respecto a la “satisfacción con la vida” se está haciendo cada vez menor. La “calidad de la vida a lo largo de la escala de la distribución de la renta se está haciendo más similar, no menos”. Sencillamente, la acelerada rapidez de los avances técnicos, estimulada por una economía más competitiva, hace que cada vez sea más breve el tiempo que va desde el periodo en que un bien es un objeto de lujo sólo accesible a los más ricos hasta el momento en que su uso se difunde “hacia abajo” entre todas las capas asociales.

 
¿Deberíamos alegrarnos por esta “vulgarización” del lujo? Sin la menor duda la respuesta ha de ser afirmativa, y sería absurdo negarse a admitir el ascenso en la “calidad de vida” media asociada al incremento en la cantidad y calidad de los bienes y servicios que nos trae la dinámica economía de mercado. Y, sin embargo, hay algo que también está ahí y no hay que ocultar y que ensombrece siquiera un poco tan radiante conclusión. Empezaré con una confesión personal. No he de negar que muchas veces experimento una íntima, aunque creo que compartida, satisfacción cuando en un atasco mi Hyundai de segunda mano avanza a la misma velocidad que el Jaguar descapotable del otro carril.
 
Ya sé que se trata de una envidia vergonzante (asociada por otro lado al comportamiento conspicuamente vebleniano y narcisista del conductor/a que le lleva a merecerse con pleno derecho el asarse a pleno sol), pero apunta a algo más. Indica que la difusión o generalización del lujo gracias a la expansión del mercado sólo puede hacerse a expensas de su descualificación como “lujo” entendido como acceso a algo exclusivo.
 
Y esto es algo que no suele ser considerado por los economistas, para quienes la definición de un bien de lujo es simple y se reduce a la observación de la elasticidad-renta de la demanda de un bien de modo que un bien es de lujo para un individuo (o, por agregación para un conjunto de ellos) si su elasticidad –renta es mayor que la unidad, es decir, que si la renta crece en un 10% la cantidad que se compra de él crece en más de un 10%, por lo que es perfectamente concebible que aumente la demanda (y al oferta) de bienes de lujo (definidos así de esta forma tan formal) en el curso del crecimiento económico produciéndose en consecuencia una generalización del uso de bienes de lujo[1].
 
Nada hay en esta descripción economicista de la “rebelión de las masas” que fue como a partir de la obra de Ortega y Gasset se contempló desde el pensamiento social reaccionario ese paulatino acceso de las clases medias e inferiores a algunos de los bienes y servicios antes exclusivos para los miembros de las clases más altas.
 
Y, ciertamente, esa generalización del uso de esos bienes ha tenido en muchos casos sus costes de congestión. Las carreteras llenas, los amarres de los puertos deportivos llenos, los colegios privados llenos, los hoteles llenos, los aviones y cruceros llenos, los balnearios y playas llenos, los restaurantes caros llenos, las urbanizaciones exclusivas llenas, las tiendas de moda llenas, etc., etc., son testimonio de que la generalización del uso de lo que antes era patrimonio propio de unos pocos en muchos casos va acompañada de una pérdida de su calidad, de modo que el efecto positivo en términos de bienestar habrá sido sin duda inferior al que cupiera haber imaginado antes de que se produjese ese ascenso en el nivel medio de vida.

Pero, por otro lado, ¿es que eso es el lujo? Sí, eso es el lujo moderno, el lujo "económico" por llamarlo así, de pero cabe pensar que el lujo era algo más. El filósofo de la Escuela de Frankfurt, Theodor W.Adorno, analizaba el lujo desde otra perspectiva en su libro[2] Minima moralia. Lo que caracteriza a una economía de mercado es que todas las cosas se convierten, cuando pasan por el mercado, en comparables las unas con las otras, en intercambiables, en una palabra, fungibles, es decir, en reducibles por alcanzar un precio a una moneda común: a una cantidad de dinero.
 
Y esto pasa o mejor puede pasar para todas las cosas, incluso las más disímiles cualitativamente. Si en una subasta de arte se encuentra que un Monet alcanza un precio tres veces superior a un Mondrian, la implicación es que el primero “vale” el triple que el otro, y de ahí a pasarse el triple de tiempo contemplándolo porque es tres veces mejor hay sólo un paso que damos sin darnos cuenta. El Mercado, así con mayúscula, es el gran nivelador, el mecanismo que reduce las diferencias cualitativas a diferencias cuantitativas.
 
Pero, señala Adorno, “en medio de la fungibilidad general sigue latiendo sin excepción la felicidad de lo no fungible”, de lo que no es susceptible de valoración en y por el Mercado, de lo que no tiene precio, de lo que no se hace para ser comprado/vendido en el Mercado. Y esto sería el auténtico lujo.
 
Decimos y sabemos que algo (ya sea un objeto, ya una relación) es un auténtico lujo cuando por ser no fungible, por no admitir comparación, por no aceptar su reducción a otra “cosa”, ya sea un patrón común o una moneda común, no es susceptible de compraventa y esconde una cierta “promesa de la felicidad” no equiparable al bienestar que permite la compra del lujo "económico", de aquél sucedáneo que en el mercado se ofrece. No es infrecuente por ello oír que tener amigos verdaderos es un auténtico lujo como lo es vivir una relación plena en pareja. También es lujo en este sentido el acceso a un objeto investido (frecuentemente por el pasado histórico) de algún valor especial. Es igualmente un auténtico lujo el tener, por ejemplo, una propiedad en algún lugar estéticamente especial ya sea por causa natural (estar en un entorno natural "privilegiado") o "social" (estar situado en el "centro histórico" de una ciudad), lujo auténtico que desparece y se convierte en lujo "económico" cuando se logra que mediante una recalificación urbanística ese lugar o terreno entra a formar parte de algo tan terrenal como el mercado de suelo.
 
Bruce Chatwin (1997) una vez señaló que “la venta de un Velázquez al Metropolitan suscita más indignación en la prensa que la venta de algún gran complejo industrial a inversores extranjeros. Por algún motivo irracional la venta de un Velázquez significa la pérdida de un símbolo, mientras que la venta de una empresa obedece a normales presiones económicas”(pag.192), y, en efecto, los españoles sabemos que el Museo del Prado es un lujo "público" o “colectivo” cuya venta es inimaginable mientras algo cuyo nombre siga siendo España (tenga el tamaño que tenga) subsista[3]. Por otro lado, los antropólogos han hallado repetidamente y no sólo en las sociedades primitivas[4] que hay objetos que son auténticos depósitos de poder, de modo que quien los posee ostenta por ello mismo el poder político y/o el espiritual de una comunidad.
 
El lujo auténtico, ya sea privado o público, tendría por ello ciertas propiedades simbólicas o fetichistas que lo harían especial, propiedades que desaparecerían conforme fuese el Mercado y el poder de compra quienes regulasen su acceso. En una sociedad en que todo, absolutamente todo fuese susceptible de compraventa, en que todo fuese por tanto fungible, habría desaparecido este tipo de lujo y con él la “promesa de felicidad” que escondía: “Pero esa promesa de felicidad que contiene el lujo presupone a su vez el privilegio y la desigualdad económica, justo una sociedad basada en la fungibilidad. De ese modo, lo cualitativo mismo se torna un caso particular de la cuantificación, lo no fungible se torna fungible, el lujo se convierte en confort y al final en un gadget sin sentido. En semejante círculo, el principio del lujo sucumbiría aun sin la tendencia a la nivelación propia de la sociedad de masas, de la que los reaccionarios sentimentalmente se indignan ” (Adorno, op.cit., pag.119)

En suma, que si bien está bien la generalización del lujo "económico" habría que evitar que con ella el lujo aquí llamado "auténtico" desapareciese pues con él se iría también esa posibilidad de felicidad de la que hablaba Adorno.

BIBLIOGRAFÍA
Adorno, Th. Minima moralia. (Madrid: Taurus, 1987)
Chatwin, B. Anatomía de la inquietud. (Barcelona: Anaya&Mario Muchnik, 1997)
“The New (improved) Gilded Age”, The Economist, 19/12/07 http://www.economist.com/finance/economicsfocus/displaystory.cfm?story_id=10328935&CFID=13600669&CFTOKEN=5ff3196aceb5a9a4-43379DCF-B27C-BB00-0127E3FD4C2ADA7F

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[1] Recordando, por otro lado, que para cualquier consumidor ocurre siempre que si consume bienes de lujo tiene que consumir también bienes inferiores (aquellos con elasticidad-renta negativa). En efecto, si al crecer su renta en un determinado porcentaje aumentan proporcionalmente más sus compras de un tipo de bienes (los de lujo) ello sólo puede suceder si disminuyen sus compras de otros bienes (los inferiores).
[2] Libro con un increíblemente bello subtítulo: Reflexiones desde la vida dañada. ¿Hay acaso alguna vida que no haya sido dañada de algún modo u otro?
[3] Estoy seguro que esta es la razón subyacente a la curiosa forma legal que el gobierno del dictador, general franco, adoptó para permitir que el ábside de la Iglesia de San Martín en Fuentidueña (Segovia) acabase en The Cloisters, la sección medieval del Metropolitan Museum de Nueva York. Se quedará para siempre allí pero no como propiedad de la institución americana, sino como “préstamo perpetuo” (sic). Obviamente, es esta también la razón de que los curas a lo largo de los siglos XIX y XX de España (y de otros países europeos) fueran vendiendo arte sacro a ese museo y otros de Norteamérica en un expolio colectivo que todavía dura. Simplemente, para ellos, el valor simbólico de esos objetos no es el mismo que para el resto de los ciudadanos. Para la Iglesia como institución, una vez desconsagrada una iglesia románica se convierte en un conjunto de piedras perfectamente fungible y convertible en dinero a emplear en la consecución de sus “designios” superiores, como por ejemplo, sufragar misiones de catequesis en ultramar.
[4] Si alguien se disfraza con el uniforme de general y se cruza con algún soldado, sin duda que éste se pondrá a sus órdenes. Al igual que cualquier civil obedecerá las que le dé un individuo vestido de guardia civil o de policía.
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