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Se habla y no se para de la desregulación de los mercados, por ejemplo del de la electricidad, como segura forma de expandir la libertad de elección de los consumidores. Puede ser. Pero en lo que a libertad de elección en este terreno de la iluminación, la última persona de la que tengo constancia que tuvo algo parecido a una auténtica libertad de elección fue un familiar lejano, mi anciana “tía” Genoveva, quien viviendo hacia finales de los años cincuenta o principios de los sesenta en una granja en las afueras de Cuenca, disponiendo ya de suministro de electricidad, todavía podía decidir si se alumbraba utilizando bombillas o prendiendo su vieja lámpara de carburo que la había iluminado toda la vida y que, recuerdo con algo de nostalgia, daba una luz increíblemente blanca. Creo recordar (aunque no estoy muy seguro de ello) que, para asombro general, solía elegir esa segunda opción sabe Dios porqué razones; pero el caso es que ella todavía podía elegir entre dos fuentes cualitativamente diferentes de alumbrado. Era, pues, en un sentido muy real más libre que cualquiera de los que hoy vemos ampliada, según se dice gracias a la desregulación, nuestra libertad de “elección” a elegir el proveedor.

Sé que muchos de quienes lean lo que acabo de escribir considerarán un auténtico despropósito pensar que la libertad de elección en el campo de la iluminación ha decrecido realmente porque hoy ya no sea concebible (o incluso esté taxativamente prohibido en algunos casos) utilizar otros modos de iluminación como serían las lámparas de gas, o de carburo o de aceite o usando, por ponerse en plan paleolítico, de antorchas. De acuerdo, pero no totalmente. Sí, cierto que yo también me ilumino con luz eléctrica. Pero no se me negará, por otro lado, que entender la libertad de elección como libertad de elegir entre distintos proveedores de una misma cosa es algo semejante a considerar como gran conquista de la libertad de elegir gastronómica no la posibilidad de elegir entre una mayor variedad de platos diferentes sino el poder elegir al camarero que te sirve el plato de una misma sopa. Me parece que hablar en tales casos de libertad de elección es un claro abuso del lenguaje, y que lo correcto es en todo caso hablar de libertad de selección, o sea, de la capacidad para seleccionar entre variedades semejantes de lo mismo, ya sean proveedores de servicios de Internet, marcas de lavavajillas o jugadores de futbol.

Y, ciertamente, como sucede con las libertades en general, no es que esté nada mal la libertad de selección pero como ya señalé en otra entrada (“http://www.rankia.com/blog/oikonomia/428851-mas-libertad-elegir-no-gracihas
” del 6/7/08), antes obviamente de que se me “ocurriera” esta distinción entre la libertad de elección y la de selección, la expansión de esta última tiene, a partir de cierto punto, un efecto paralizante sobre las decisiones individuales e incluso puede venir asociada a caídas en sus niveles de bienestar. Incluso cabe argumentar la existencia de una relación inversa entre una y otra libertad, de modo que la real disminución en la libertad de elección por una disminución de los modos realmente alternativos de satisfacer necesidades venga sin embargo acompañada/causada por un aumento en la libertad de selección vía crecimiento de una suerte de pseudodiversidad, si bien no seguiré por esta vía en esta entrada pues pretendo sólo reflexionar lo que amabas libertades tienen en común, o sea la noción de libertad.

Cuestionar la libertad de elección/selección es hoy para muchos una estupidez o un atrevimiento que raya en un delito de lesa majestad, más aún, en una blasfemia contra el único Dios que hoy en este mundo reina por encima de todos los demás y es adorado por (casi) todos los hombres sin exclusión: el Dios Mercado, pues es la posibilidad de ejercer esa libertad el fruto más relevante de su reinado en el Olimpo de los dioses.

No, no pretendo ser desagradecido ni dudar en demasía de su divino poder. Basta con abrir los ojos para darse cuenta de la enorme abundancia de bienes y servicios “diferentes” que nos rodean y que han aparecido allí gracias a la “mano invisible” del Mercado que ha llevado a los hombres a trabajar más eficientemente. Pero tampoco creo que sea adecuado pasar a ser un beato de esta “nueva” religión como, por ejemplo, lo son la mayoría de economistas para dedicarse casi monotemáticamente a cantar matemáticas hosannas al Dios Mercado, alabando su simpar sabiduría, implorando su perdón cuando nos comportamos pecando contra sus mandamientos de eficiencia y dando gracias por la abundancia con que nos otorga sus dones: bienes y servicios entre los que poder ejercitar la libertad de elección/selección.

Pero, creo que no está de más plantearse la simple cuestión acerca de cuánta de esa libertad se goza realmente en una economía de mercado. Una forma de plantear esta cuestión que ha sido muy frecuente pone en solfa al Dios Mercado no porque no conceda o permita la suficiente libertad de elección/selección sino porque no la distribuye equitativamente. Quienes así argumentan suelen ser otros “beatos”, creyentes de una religión económica alternativa a la del Dios Mercado, la del Dios Estado, con arreglo a la cual, la libertad de elección/selección que posibilita el Mercado está mal distribuida por lo que es necesario que desde el Estado se corrijan los desmanes del Mercado, para que la abundancia y con ella la libertada de elegir lleguen a todos. Tampoco voy a seguir hoy aquí esta línea.

No. El camino va a ser el del agnosticismo: ni creer a pies juntillas en el Mercado ni encomendarse al Estado, sino preguntarse cuánta libertad de elección se tiene por término medio. Obviamente, en una sociedad de mercado, el ejercicio de la libertad de elegir que tiene cada persona está condicionado directamente por la cantidad de dinero con la que cuenta. Pero, dicho esto, lo primero que hay que reconocer es algo tan simple, obvio y elemental y tan olvidado por los economistas como que la cantidad de dinero que una persona tiene a su disposición en un periodo de tiempo, sea una semana, un mes o un año, da igual, con certeza que exagera o magnifica la capacidad de elegir que tiene. Pues una buena parte de esa cantidad está ya comprometida, o sea, que no es de libre disposición, que no puede servir para que ejercitemos nuestra libertad de elegir. No podemos decidir qué queremos hacer con ella pues ya está adscrita de antemano a esos gastos o compras ineludibles: los impuestos, la hipoteca del piso, el seguro de la vivienda y del coche, los demás gastos del coche, los gastos de la comunidad, el colegio de los niños, la comida y bebida y ropa cotidiana, etc., etc. Si al dinero que en cada periodo tiene una persona le quitamos todos esos gastos necesarios y por ende ineludibles para seguir siendo esa persona nos quedaría una cantidad, la cantidad de dinero auténticamente discrecional, aquella con lo que puede hacer lo que quiera (gastarla en diversiones, quemarla, regalarla, etc.), aquella cantidad que nos da la medida de su libertad real de elección/selección.

La cuestión, ahora, pasaría a ser si la renta discrecional, de decir, la libertad real de elección/selección, ha crecido por término medio en el curso del crecimiento económico generado por la puesta creciente de la actividad económica bajo el patrocinio del Dios Mercado que se ha producido en los últimos siglos. Los economistas tienden a pensar que sí. Y lo hacen en función de un doble argumento. Por un lado señalan que esa distinción entre gastos “necesarios” y gastos “discrecionales” no se sostiene, si bien se piensa que, puesto que en una economía de mercado nadie (fuera del Estado con sus impuestos) obliga o puede obligar a nadie a gastar su dinero en unos determinados bienes, que se diga lo que se diga el poder de la publicidad es en buena medida ficticio, que en una economía libre cada persona se crea las obligaciones o necesidades que quiere por lo que la idea de que hay unos gastos ineludibles por obligatorios es una percepción incorrecta de la realidad. A nadie se le obliga a tener o un coche o a firmar una hipoteca o a llevar una determinada ropa. Por otro, afirman que una de las posibles colocaciones de las rentas discrecionales es el ahorro, de modo que si el ahorro de una sociedad crece esto sería señal inequívoca de que esas rentas discrecionales y la consiguiente libertad de elegir habría crecido.

Los dos argumentos parecen bien sólidos. Pero merece la pena someterles a un tercer grado. Empezando por el segundo, el argumento del ahorro, lo que habría que cuestionarse de salida, antes de ponerse a debatir la evolución empírica de las tasas de ahorro, es la cuestión de si el ahorro es realmente una colocación discrecional de la renta. En la medida que los individuos consideren que mediante el ahorro buscan cubrir sus necesidades futuras resulta evidente que es más que dudoso que el ahorro sea una posible colocación de la renta discrecional, una suerte de “gasto” discrecional sino que sería un “gasto” tan obligado para ellos como lo es el resto de gastos como los seguros o la hipoteca.

En cuanto al primero de los argumentos, baste decir, por un lado, que parte de una suposición cual es que los individuos no viven en sociedad, es decir, que no serían seres sociales o personas. Una sociedad se define por los modos de vida culturales que identifican a sus miembros y les valoran relativamente, modos de vida que son para cada individuo concreto exigencias de comportamiento, requisitos que en una economía de mercado le obligan a una serie de gastos que son de obligada satisfacción para pertenecer a la sociedad y ser valorado y estimado por los demás.

Y, por otro, cabe acudir a un argumento que avala la idea de que el volumen de gastos obligados crece en el curso del crecimiento económico. Se trata del llamado Efecto Diderot o Efecto Bata de Diderot. Aparece expresado en las breves páginas del ensayo Regrets sur ma vieille robe de chambre (http://fr.wikisource.org/wiki/Regrets_sur_ma_vieille_robe_de_chambre) en el que el enciclopedista francés cuenta lo que le pasa a partir del momento en que le es regalada por un amigo un nueva y hermosa bata escarlata y cómo ésta desentonaba con el resto de su estudio. La naturaleza de la nueva prenda, "avergonzaba" al resto de los muebles y los hacía lucir viejos, gastados y desvencijados. Lo que obligó a Diderot a reemplazarlos por otros que estuvieran a la “altura” de la bata. Primero su escritorio, luego la tapicería de las paredes, y finalmente todos los muebles. Así un objeto material, le fue llevando a la incorporación de una innovación tras otra pasando de ser un estudio ligeramente caótico, abigarrado y personal a ser un estudio meticulosamente ordenado e impersonal. Al final de su "remodelación", Diderot desconocía su estudio y se sentía incómodo por haberse convertido en esclavo de su nueva bata, después de haber sido amo y señor de la vieja. Dicho de otro modo, los objetos de consumo no están aislados culturalmente hablando. Al igual que los economistas clasifican los bienes en complementarios (café y azúcar) y sustitutivos (té y café) por sus cualidades “técnicas”, también son complementarios y sustitutivos en términos de sus características culturales. Ello se traduce, en el asunto que aquí nos ocupa, que la variación en un ítem de la cesta de bienes de consumo obligados en el curso del crecimiento económico tiene unos efectos externos sobre otros bienes, cuyo consumo ha de crecer obligadamente acompañando al primero. Hablar en este caso de libertad de elección/satisfacción sería sin duda una apreciación excesiva del grado de discrecionalidad de los individuos.

Ahora bien, dicho todo lo anterior, sería difícil o excesivo negar sin embargo que el crecimiento económico no ponga en manos de los individuos más dinero para uso discrecional, más libertad de elección/selección, pues, y, por consiguiente, más posibilidades de usarlo en actividades superfluas o discrecionales que, lógicamente, estarán dirigidas a que los individuos se sientan mejor, es decir, que les supongan diversión o placer. Pero ¿acaso ocurre esto en la generalidad de las situaciones? La respuesta es muy simple y la proporciona Philip Slater en su Wealth Addiction. Sucede que la posesión de dinero dirige a los individuos a satisfacer sus necesidades al mercado, es decir, a comprar lo que otros producen como medios de diversión. Dicho de otra manera, la posesión de dinero dirige a los individuos al mercado y cuanto más dinero tengan mayor es su libertad de elección/selección EN el mercado, pero al dirigir a los individuos al mercado como “lugar” donde encontrar sus medios de satisfacción dejan de lado, abandonan, otros “lugares” o fuentes de satisfacción que no requerían de dinero. Slater pone el ejemplo de la decisión de cómo pasar una tarde de domingo, si no se dispone de dinero, la pregunta es qué hacer, cómo inventarse algo para divertirse. Por el contrario, si se tiene dinero, la pregunta pasa a ser, qué película elegir, a qué centro comercial acudir. La primera pregunta es la típica de la infancia, y se refleja en esas imágenes de grupos de niños o adolescentes dando vueltas por ahí, jugando entre ellos aunque sólo sea a darle patadas a un bote, porque no tienen dinero suficiente como para “comprar” diversión. La segunda, es la pregunta que se responde en la cola del cine, en la de las bolsas de palomitas, etc. Sin dinero, los individuos utilizan un modo autónomo de satisfacer sus necesidades de diversión, con dinero, un modo heterónomo.

Dos elementos adicionales hay aquí que incluir. Por un lado está la cuestión del grado de satisfacción alcanzado en uno y otro sistema. Que ambos sistemas no son perfectamente sustituibles es claro, y si bien el modo heterónomo, aquel que usa de la especialización y la división del trabajo de forma generalizada puede ser y es muy efectivo en muchas circunstancias ( el disfrute que proporciona observar el trabajo de artistas especializados en un circo, en un teatro, en un restaurante, etc.) no se puede olvidar que la puesta en ejercicio de las propias capacidades autónomas es, en sí, una fuente de satisfacción. Dicho con otras palabras, cuando se usa del modo heterónomo uno se convierte en un consumidor pasivo de lo que otros han creado, en tanto que cuando se usa del modo autónomo el disfrute acontece por dos vías, por la del consumo y por la de la producción en la medida que uno participa activamente en la creación de la propia diversión.

Pero además, y por otro lado, ocurre que la posesión de dinero descapacita o empobrece en la medida que si no se usa el modo autónomo, se deprecia al igual que las habilidades de un artesano se marchitan si no se utilizan, con lo que desaparece esa gran fuente de satisfacción asociada a la actividad quedando sólo la satisfacción que se deriva del consumo pasivo, sujeta a la ley de los rendimientos decrecientes, y de ahí la sensación tan habitual de los adultos de que antes, cuando se era niño o joven, cuando no se tenía dinero y había que inventarse cómo pasarlo bien, se tendría menos libertad de elección/selección pero el mundo era más divertido.(más sobre esto en la entrada "Economía del aburrimiento" del 18/01/08)

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