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Y ¿entonces? ¿cómo explicar el hecho que "denuncia" Rogoff: el que los ejecutivos y demás grandes dirigentes que cobran esos sueldazos no sean mirados por los ciudadanos de la misma manera que miran las remuneraciones de los jugadores de futbol o de los artistas de cine? Pues, en mi opinión, por una sola razón y es que para el común de las gentes tales individuos no se ganan lo que cobran.

Jonathan Haidt, un psicólogo dedicado al estudio de la percepción de la moralidad en los comportamientos humanos y sus efectos sociales, políticos y económicos, ha señalado a partir de una diversidad de experimentos con niños pequeños (de 3 a 6 años) -y esto es importante por la sencilla razón de que muy posiblemente los niños antes de su transformación en adultos por su socialización radical sean más sinceros y transparentes a la hora de expresar las tendencias más básicas de la naturaleza humana- que los seres humanos a la hora de responder a la desigualdad en los resultados de sus actividades conjuntas (por ejemplo, las actividades económicas) se preocupan relativamente menos por la justicia distributiva, o sea, si cada cual consigue lo que se merece, y más por la justicia procedimental, o sea, si el procedimiento seguido a la hora de determinar qué se lleva cada quien ha sido imparcial, honesto y abierto. 

Sin duda que sería difícil concluir que los mercados de ganador único son distributivamente justos, pues como se ha explicado en las entradas precedentes las diferencias absolutas en la calidad y la cantidad de la actividad de los participantes difícilmente justifican una distancia tan brutal en las remuneraciones, como se manifiesta en los mercados de jugadores de futbol, de los cantantes de opera o de los artistas de cine; sin embargo, es difícil negar que el procedimiento que ha llevado a que los elegidos para la gloria en esos campos o actividades concretas fuesen elegidos parece procedimentalmente justo en la medida que el azar, la suerte de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado, resulta ser un factor clave a la hora de explicar el éxito de los individuos exitosos. De igual manera, los pocos casos como los presidentes de empresas como Microsoft, Facebook, Googgle, Amazon y demás, tampoco suscitan resquemores en las gentes en la medida que se estima que sus características personales son tan especiales que se diría únicas, y por ende, no susceptibles de comparación. Así, es habitual (aunque  injustificada) la beatificación o santificación laica de tipos como Bill Gates o Steve Jobs, a quienes el imaginario colectivo, bien nutrido y espoleado por unos medios de comunicación de masas siempre proclives a las "explicaciones" que acentúan el papel del héroe, del individuo excepcional, les hace poseedores de poderes cuasimágicos cuya remuneración carece por definición de medida por ser esos poderes inmedibles o no cuantificables. Por supuesto que se trata de una interpretación descaradamente romántica, sentimentaloide e irreal, que ha alcanzado últimamente niveles delirantes en el caso de Steve Jobs como consecuencia de su temprana muerte (destino -como ya se sabe- que siempre acecha a los "mejores", a los héroes de las tragedias clásicas y también de las "sitcom" modernas). Pues bien, no sé ni quiero saber nada de la vida de san Steve Jobs, pero por azares de las lecturas algo sé de la otra gran figura homérica de nuestros mercantilistas días, de Mr. Bill Gates. Y es el caso de que en lo que respecta a los poderes taumatúrgicos del señor Gates, sí que se puede decir un cosa, y es que las noticias de su existencia son muy exageradas. Dicho de otra manera, es conocido que la contribución de la suerte, del azar, al éxito de Microsoft es mucho más relevante de lo que se suele contar habitualmente. Bastará con señalar que Windows, el sistema operativo a partir del cual Microsoft ha cimentado su éxito empresarial, estuvo destinado por Gates al olvido que se decantaba por el OS/2. En un tiempo, sólo dos programadores dentro de Microssoft se dedicaban a su mantenimiento, y su éxito fue una sorpresa para todos incluido Mr.Gates.

Pero, si figuras unánimente reconocidas como especiales o excepcionales como lo es la de Bill Gates, también se equivocan, ergo no son dioses, o lo que es lo mismo, sus remuneraciones pueden juzgarse y compararse con criterios humanos. ¿Qué puede decirse de  los ejecutivos y directores que se ponen esos sueldazos tan enormes?.  No sólo se llevan una parte desproporcionada, inmerecida en términos de justicia distributiva, de las rentas generadas en las actividades económicas, sino que las consiguen de formas nada claras, nada limpias, nada satisfactorias de los estándares de justicia procedimental en la medida que resultan del control que de facto ejercen sobre unos consejos de administración y unas juntas que representan a unos accionistas y grupos de accionistas con unos más que deficientes niveles de información interna de las empresas y cada vez, además, menos compremetidos con el desenvolvimiento a largo plazo de las empresas en las que ponen su capital, por lo que sus intereses se dirigen a apoyar a cualquiera que les prometa plusvalías y dividendos en el corto plazo aunque esas políticas pongan en risego la supervivencia competitiva de las empresas a plazo más largos. Y cuando llegan esos tiempos, no hay problema para esos ejecutivos cortoplacistas bien remunerados. En vez de pagar por sus errores estratégicos los grandes ejecutivos saltan de unas a otras empresas bien pertrechados de indemnizaciones millonarias como paracaídas de seguridad. 

No hay mejor ejemplo de esta situación que lo que ha sucedido con las grandes corporaciones norteamericanas. Sus multimillonarios directores y managers, los que a sí mismos se consideran como los mejores, los más preparados, los más eficientes, han sido incapaces de frenar en sector tras sector la entrada en los propios mercados noreamericanos de las empresas de otros países cuyos directores, sin embargo, están mucho peor pagados. 

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