La semana pasada asistimos con sorpresa a la reelección de David Cameron como primer ministro británico, tras una mayoría absoluta que ninguna encuesta había sido capaz de pronosticar. En la otra cara de la noticia hemos visto a laboristas y liberal-demócratas mordiendo el polvo y dimitiendo de sus cargos con una rapidez que no se estila en nuestras latitudes. Y, salvo que algún candidato autonómico se haga un Cameron el próximo 24 de mayo, no parece que el resultado electoral en el Reino Unido vaya a trascender mucho en España.
Traigo este asunto al blog porque el líder liberal-demócrata, Nick Clegg, ha sonado mucho en nuestro país como ejemplo de tercera vía política. La tercera vía, si recordáis, fue un término acuñado por Anthony Giddens en los años 90 para armar una alternativa ideológica al bipartidismo compuesto por conservadores y socialdemócratas. En este nuevo espacio se reivindica la transversalidad de la política, es decir, el posicionamiento liberalismo/intervencionismo frente al clásico izquierda/derecha, de manera que un partido podría defender perfectamente a los agentes creadores de riqueza sin dejar que las capas desfavorecidas se descuelguen del crecimiento económico. En España, esto es lo que defienden UPyD y Ciudadanos, con muy pocos matices, y las corrientes moderadas de los partidos clásicos.
Lo cierto es que hoy la sociedad española acepta perfectamente que los términos izquierda-derecha ya no tienen ningún contenido. Al fin y al cabo, todo el mundo entiende que el empleo que tira del sistema lo crean las empresas privadas y, a la vez, que los servicios preferentes deben ser prestados por las administraciones públicas para garantizar que nadie quede excluido. Pero entonces, ¿por qué el debate electoral sigue presionando a las nuevas formaciones para que se coloquen más a la izquierda o más a la derecha? Y en el límite, ¿por qué a los de Podemos se les llama rojos y a los de Ciudadanos se les desacredita como fachas? Tanto Albert Rivera como Pablo Iglesias han dejado claro que no se identifican con etiquetas del pasado, ¿por qué hay que imponerles unas definiciones caducadas que ni siquiera existen en la realidad social?
Dicho esto, me vais a dar la razón en una cosa: en las sociedades europeas es más fácil posicionarse como intervencionista que como liberal, especialmente en lo económico. Partidos y personas que se reconocen como liberales van cediendo terreno y adaptan su discurso al pragmatismo que requiere formar parte de un Gobierno o de Parlamento. Y esto me resulta un poco antinatural, porque lo mismo que las personas, las sociedades deberían ganar en autonomía respecto a la figura paterna, lo que no excluye que algunos problemas requieran soluciones colectivas y mecanismos de solidaridad autogestionada. Como le comentaba a un rankiano en mi entrada anterior, creo que el Estado no es el fin de la Historia, existen fórmulas de organización social superiores, lo que ocurre es que hay que superar esos dilemas caducos que nos obligan a elegir entre público/privado, comunista/individualista, izquierda/derecha, rojo/azul.
Muchos pensarán que no pasa nada si en un Parlamento nadie defiende una reducción progresiva de la Administración (ni siquiera Esperanza Aguirre está en ello, porque sería tirar piedras sobre su propio tejado). La verdad es que sí pasa. Porque las decisiones que otros toman por nosotros cada vez nos dejan menos espacio vital. Ahí está el famoso TTIP, que no deja de ser un acuerdo entre Estados democráticos. Y, más pronto que tarde, llegarán la consolidación de Europa como un infierno fiscal único, la supresión del dinero en efectivo o por qué no, la divisa mundial única.
Concluyo. Sin conocer la realidad política británica, sospecho que el resultado de las pasadas elecciones tiene que ver con la falta de diferencias ideológicas de fondo, que todos defienden lo mismo, vaya. Para eso no hacen falta pactos ni parlamentos fragmentados. Que sigan las mayorías absolutas y el pensamiento único.
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