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La herencia de Gallardón y las costas de la regasificadora

Artículo de opinión publicado en Atlántica XXII (donde se me presenta como portavoz de Equo, cargo que no ostento, ni ningún otro, ni siquiera en Asturias). 

 

  Uno de los objetivos políticos que se marcó el ex-Ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón fue dificultar en lo posible el acceso de la ciudadanía a la Justicia. Entre las medidas más eficaces y claramente dirigidas a este fin se encuentran, por un lado y con carácter más general, la aprobación de un sistema de tasas judiciales que la generalidad de operadores jurídicos, incluidos los jueces de todas las sensibilidades políticas, han considerado excesivas y disuasorias, en muchos casos completamente desproporcionadas en relación con la cuestión litigiosa y que, por ello, atenta contra el derecho de obtener la tutela judicial; por otro lado, en el ámbito del procedimiento contencioso administrativo (el que trata del control de la administración pública), la alteración del sistema de condena en las costas del procedimiento que venía rigiendo desde la instauración de esta jurisdicción especializada. La norma que rigió durante décadas consistía en que en la primera instancia no habría imposición de costas salvo que el juez o tribunal estimase que una de las partes actuaba con mala fe y en forma temeraria (lo que daba lugar a que la condena en costas a la administración fuese absolutamente excepcional); en los recursos sí se venían imponiendo las costas al recurrente que veía su recurso desestimado. La norma que impuso Ruiz Gallardón en octubre de 2011 invierte el criterio a seguir en la primera instancia: la regla general es que sí habrá imposición de costas al litigante vencido salvo que el juez o tribunal estime que hay razones para omitir esa imposición. La práctica es que en muy pocas ocasiones se condena a la administración cuando se estima la demanda del ciudadano, mientras que es habitual condenar en costas al ciudadano cuya demanda se desestima.
    La situación de partida del ciudadano que se ve en la situación de tener que litigar contra la administración era ya extremadamente desigual porque ésta goza de importantes ventajas legales y fácticas, como la presunción de que actúa conforme a criterios objetivos y en beneficio del interés público, la presunción de que las actas de sus agentes son veraces, la ejecutividad de sus actos; el hecho de que es el recurrente quien debe demostrar que la actuación que impugna es antijurídica; el hecho de que la administración tiene a su servicio todo tipo de técnicos para apoyar su posición mientras que el ciudadano tendrá que pagar onerosos informes privados (que gozan de menor credibilidad a los ojos del tribunal) que acrediten su razón; el hecho de que la administración dispone del expediente y de todo tipo de datos, estadísticas, informes, etc., y que el acceso del ciudadano a esa información puede ser complejo -e incluso obstaculizado por la propia administración, pese a los tímidos avances en materia de transparencia, claramente insuficientes como vienen denunciando los miembros de la coalición Open Access o, en Asturias, el Conceyu por otra función pública-. A todo ello ahora se añade ahora la carga de tener que pagar una tasa inicial por acceder a la justicia y el riesgo de que se le condene a pagar las costas del procedimiento, que le pueden suponer una cantidad exorbitante.
    Estas medidas de Ruiz Gallardón son especialmente perversas en cuanto disuaden de que la ciudadanía defienda lo público, los intereses generales, frente a los abusos de políticos corruptos. Habitualmente, cualquier persona estará más dispuesta a realizar un gasto para defender una situación personal; pero, ¿quién arriesga su patrimonio para defender lo que es de todos? Así, mientras está reconocida desde hace dećadas la acción pública para defender la legalidad urbanística; o se aprobó una Convención internacional, la de Aarhus, para facilitar el acceso del  público a la justicia en defensa del medio ambiente (Convención que encontró reflejo en una Directiva europea transpuesta por Ley al ordenamiento interno español), por otro lado se dificulta con barreras económicas efectivas que el público pueda defender esa legalidad ante los tribunales, salvo que se tenga derecho a la justicia gratuita -con lo que se entra en la lotería de que el abogado asignado pueda tener o no conocimientos en materia urbanística o medioambiental, materias que exigen una especialización poco común-. Y ello en un contexto en que no dejan de descubrirse casos de corrupción en la gestión urbanística o la adjudicación de servicios o suministros públicos y se proponen los más aberrantes proyectos en parajes naturales.
    Está claro que quienes detentan el poder no quieren que la ciudadanía les controle y tenga acceso a una vía que permita anular sus decisiones. La clase política que accede a sus cargos por cooptación dentro la estructura de los grandes partidos políticos o por designación de los poderes fácticos económicos a través de puertas giratorias, no quiere estar sometida al escrutinio del público, ese populacho que cuando no les vota es porque cae en el populismo; que si pide acceder a expedientes administrativos entorpece la buena marcha de la administración; y que acude a la justicia en forma compulsiva y abusiva... -cuando en cualquier otro país de nuestro entorno sería impensable que hubiesen ocurrido abusos como los que aquí vemos a diario, desde las adjudicaciones a dedo de puestos en la administración hasta el escándalo de las participaciones preferentes y demás productos bancarios basura, pasando por la construcción de infraestructuras megalómanas sin ninguna utilidad.
    El punto de partida elemental de toda democracia -que la soberanía reside en el pueblo-, sigue sin penetrar en la estructura mental de la clase política establecida. Siguen concibiendo la administración y sus cargos como patrimonio exclusivo. No entienden -no les conviene- que la información que maneja la administración (incluidas sus cuentas y remuneraciones) pertenece a la ciudadanía, sin que existan razones para negársela o para difundirla sólo una vez distorsionada (salvo unos pocos casos absolutamente excepcionales); que el acceso a la función  pública, o a cualquier otro tipo de contratación o servicio público, sólo cabe conforme a criterios objetivos que respeten los principios de igualdad, mérito y capacidad (que nada tienen que ver con la afinidad política o familiar). Y que el control por medio del poder judicial (debidamente separado del político y el legislativo) de que quienes ocupan cargos politicos adoptan sus decisiones realmente en forma objetiva para servir el interés público es un elemento clave de la estructura del Estado de Derecho.
    Los efectos de las medidas impuestas por Ruiz Gallardón al servicio de esos fines espurios ya se están haciendo notar: se han producido ya varias condenas en costas a asociaciones ecologistas,y  animalistas que impugnaron diversas decisiones que afectaban al medio ambiente; costas que, aunque el tribunal imponga un tope máximo, constituyen una cantidad exorbitante para los magros presupuestos de asociaciones compuestas por voluntarios que aportan su tiempo, su esfuerzo y sus limitadas posibilidades económicas, y que no gozan de ninguna subvención pública.
    En esta línea, se acaba de llegar a una situación esperpéntica: Los Verdes de Asturias, hoy integrados en Equo, impugnaron la autorización de la regasificadora de El Musel por incurrir en varias infracciones legales y por ser una infraestructua manifiestamente innecesaria enmarcada en una política de defensa de la industria energética contaminante y que dificultaba la transición a las energías renovables no contaminantes y generadoras de empleo y que contribuiría a elevar el coste de la factura del gas y de la luz. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid examinó sólo uno de los motivos de impugnación alegados y anuló la autorización porque no cumplía con la distancia mínima a poblaciones de 2.000 metros que regía cuando se inició el expediente; no encontró motivos para imponer las costas a los demandados: el Ministerio de Industria y la empresa beneficiaria de la adjudicación, Enagás. Éstos recurrieron la sentencia a pesar de que han venido a reconocer la inutilidad de la planta: el Consejo de Ministros acordó su hibernación previo informe del Consejo Nacional de la Energía; y el Secretario General de Enagás acaba de manifestar a la prensa (véase El Comercio del día 5 de octubre) que su inclusión en la planificación fue un error -un error que da lugar a que los consumidores tengamos que pagar a Enagás los 280 millones que invirtió en la construcción ¡más los beneficios industriales de una planta hibernada!; con razón la cotización de sus acciones no ha parado de subir ni siquiera durante la crisis económica y se encuentra en máximos históricos, igual que la factura de la luz.
    Pues bien, Equo se opuso a la admisión a trámite del recurso de casación por su evidente afán dilatorio y dado que existía jurisprudencia del Tribunal Supremo contraria a las alegaciones de los recurrentes (jurisprudencia en la que se basó el Tribunal Superior de Justicia para estimar la demanda); el Tribunal Supremo ha admitido el recurso a trámite y, al desestimar la oposición a esa admisión, impone unas costas a Equo por importe de 2.000 €. El importe de la condena es extraordinario no sólo en relación con la capacidad económica del condenado al pago, sino sobre todo por el trámite en que recae, un escrito de trámite de dos folios.
    Así, nos encontramos con que Equo ha ganado en primera instancia su demanda; el Tribunal Superior de Justicia ha reconocido la ilegalidad de la planta; los propios demandados han reconocido de hecho la inutilidad del proyecto; la regasificadora sigue en pie, hibernada y generando beneficios a Enagás a costa de los consumidores; es muy probable que la sentencia no se pueda ejecutar porque el único motivo de nulidad que quiso examinar el Tribunal ya fue corregido a posteriori (ya no se exige distancia mínima a poblaciones para las plantas industriales molestas, peligrosas o insalubres); y el único condenado hasta ahora a pagar costas es quien ha denunciado la ilegalidad.
    Esta situación exige -además de la solidaridad ciudadana para pagar las costas- una seria reflexión sobre cómo defender en lo sucesivo la legalidad frente a los abusos de unos políticos venales, cómo hacer efectivo el derecho a una acción pública en defensa del urbanismo y del medio ambiente, sin arruinarse en el intento.

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