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La responsabilidad de los jefes

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La responsabilidad de los jefes

Joseph E. Stiglitz

Las noticias recientes muestran cómo se llevan a Ken Lay, ex director general de Enron, esposado. Finalmente, años después del hundimiento de Enron, Lay ha sido acusado de lo ocurrido cuando él estaba al mando. Como suele ocurrir en tales circunstancias, el director general alega inocencia; no sabía nada sobre lo que estaban haciendo sus subordinados.

Los jefes como Lay siempre parecen sentirse plenamente responsables del éxito de su empresa; ¿cómo, si no, podrían justificar sus exorbitantes remuneraciones? Pero la culpa del fracaso, ya sea comercial o delictiva, siempre parece ser de otro.

Los tribunales estadounidenses dictarán la sentencia sobre la responsabilidad penal y civil de acuerdo con las leyes en vigor. Pero en tales casos hay en juego una cuestión más amplia: ¿hasta qué punto debería considerarse a un jefe ejecutivo responsable de lo que sucede ante sus ojos?

Está claro que ningún jefe ejecutivo de una gran sociedad anónima, con cientos de miles de empleados, puede saber todo lo que ocurre dentro de la empresa que dirige. Pero si el jefe ejecutivo no es responsable, ¿quién lo es? Los que están por debajo de él o ella afirman que sólo hacían lo que creían que se esperaba de ellos. El resultado, con gran frecuencia, es un clima en el que los directivos empiezan a sentir que es aceptable bordear los límites de la ley o maquillar las cuentas de la empresa.

Aun cuando un jefe ejecutivo no puede saberlo todo, sigue siendo el responsable máximo de lo que ocurre en la empresa que dirige. Él o ella escoge a sus subordinados, y es su responsabilidad plantear las cuestiones difíciles sobre qué está ocurriendo bajo su vigilancia. Más importante es su responsabilidad de crear un clima que fomente o desaliente cierto tipo de actividades. Dicho sencillamente, tiene la responsabilidad de ser un verdadero líder.

Lo cierto para los jefes de empresa es doblemente cierto para los presidentes y los primeros ministros. Estados Unidos se dispone a elegir a la persona que va a dirigir el país durante los próximos cuatro años. El presidente George W. Bush puede afirmar que no sabía que la información proporcionada por la CIA sobre las armas de destrucción masiva que poseía el Irak de preguerra era tan chapucera.

Pero hay un aspecto fundamental en el que Bush, igual que Ken Lay, es culpable, y debe ser considerado responsable. Del mismo modo que debería despedirse a un director general con un historial no sólo de malos resultados, sino también de conducta indebida generalizada en la empresa, también debería aplicarse el mismo criterio a los políticos. Bush era responsable del comportamiento de quienes trabajaban para él. Y sin embargo, en casi todos los niveles de su Gobierno, escogió a asesores del tipo de Ken Lay.

Bush escogió como vicepresidente a un hombre que en otro tiempo fue jefe ejecutivo de Halliburton. Está claro que no puede considerarse a Dick Cheney responsable de la conducta empresarial indebida de Halliburton después de que él abandonara la empresa, pero hay cada vez más pruebas de que se produjo conducta indebida mientras él estaba al timón. En la Securities and Exchange Commission, Bush nombró en la persona de Harvey Pitt a un zorro para guardar el gallinero, hasta que la indignación pública obligó a Pitt a dimitir.

Más importante es que Bush no planteó las preguntas difíciles, quizá porque él, como los que estaban por debajo de él, ya sabían qué respuestas querían. Crearon una cultura cerrada, insensible a los hechos contradictorios, una cultura en la que se han desechado de plano los derechos civiles.

Este noviembre, muchos estadounidenses rechazarán a Bush por los malos resultados económicos o por el cenagal de Irak. Otros se opondrán a él debido a su historial en los temas de medio ambiente o a sus prioridades presupuestarias. Pero la intensidad de la oposición a Bush en Estados Unidos es más profunda que cualquiera de estas cuestiones por separado. Cada vez se es más consciente de que lo