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Pensamientos liberales auténticos (I): del mercado

Dice el gran Stiglitz -como señala un interesante artículo El País- que esto de la economía de mercado sólo funciona a golpes de fe: todo va bien mientras la gente cree en el sistema pero sobreviene la crisis cuando hay algún elemento psicológico que devuelve a los agentes a la cruda microeconomía real. Algo de esto ocurrió hace un año al estallar la burbuja crediticia y, de hecho, se habla de crisis de confianza (a fin de cuentas, crédito no significa otra cosa que fiarse). Hoy mucha gente se pregunta -como el creyente que cuestiona la capacidad de Dios para evitar los terremotos- por qué la mano invisible no funcionó sacando del sistema las hipotecas basura. Por eso, hasta los economistas han dejado de creer en lo que no ven y apelan a la intervención de un árbitro público para dar una nueva vuelta de tuerca a las reglas del juego, sobre todo del sistema financiero mundial.
 
No pretendo aquí defender que el mercado es perfecto porque no lo es. Pero no hace falta ser un apologeta de aquel para entender que, muchas veces, no se cumplen los mínimos para poder hablar de economía de mercado y, por tanto, de libertad económica. A saber:
  1. El primer requisito es que haya muchos participantes tanto por el lado de la demanda como de la oferta. Ya sabemos lo que pasa cuando unas pocas operadoras controlan la oferta de telefonía móvil. Tampoco ayudan mucho los numerus clausus que restringen la futura oferta laboral de licenciados en Medicina. Más difícil es ver las consecuencias de un mercado inmobiliario de alquiler tan estrecho como el español. Por el contrario, la existencia de un mercado secundario de acciones -la Bolsa- con multitud de agentes comprando y vendiendo acciones, permite cuadrar las necesidades de financiación de unos con la capacidad inversora de otros. Siempre y cuando, claro, se cumplan los tres puntos siguientes.
  2. En segundo lugar, es necesario que no haya barreras de entrada y salida al mercado. Muchos negocios ya exigen bastante nivel de inversión y amor al riesgo como para andar exigiendo más condiciones. Y no me refiero tanto a pegas medioambientales y/o urbanísticas como a las licencias y los papeleos absurdos que desaniman a los pequeños emprendedores y a las limitaciones, no precisamente bioéticas, en el uso de la tecnología.
  3. El tercer supuesto -el más difícil- es que el producto que se ofrezca sea homogéneo. O lo que es lo mismo, que podamos distinguir perfectamente las alternativas. Muchos ya vamos aprendiendo que entre el yogur de marca blanca y el de la publicidad no hay ni una sola diferencia. Más complicado es hacer entender que entre un piso de alquiler en el centro de Madrid y un zulo en propiedad afincado en Villarriba hay más de un criterio de decisión a tener en cuenta.
  4. Por último, la información necesaria para decidir debe ser veraz y circular libremente. Supuesto que jamás se va a cumplir mientras la sociedad de la información no se convierta a la sociedad del conocimiento. Disponer de datos a la velocidad de un clic -operación más lenta en España que en otros lugares mejor dotados- no garantiza su calidad. Pero más grave resulta el empleo de malas artes que se aprovechan de la ignorancia: su dinero está bien invertido -en hipotecas subprime-, el euribor ha tocado techo -que se lo cuenten a los compradores de hace año y medio-, le ofrecemos un 7% -acompañado de una enciclopedia como regalo en especie con la letra pequeña.

Podemos analizar cientos de ejemplos y comprobar que la mayoría de las veces mentamos la palabra mercado en vano. Entonces no hay problema en pedirle al Estado que remueva los obstáculos a la competencia o que supla al sector privado cuando no llegue a cubrir los servicios básicos. Pero no lo llamemos libertad cuando sólo queremos decir propiedad privada.

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