EL ARBITRAJE
27-05-10
El arbitraje no es sólo una preciosa palabra eufónica, arrastrada de erres, como diría el poeta (como siempre, no nos acordamos cuál), pero resulta que impregna, como el viento y la invisible luz, toda nuestras vidas.
Vamos a ver qué dice el académico diccionario del arbitraje: Operación de cambio de valores mercantiles, en la que se busca la ganancia aprovechando la diferencia de precios entre unas plazas y otras.
Todo en la vida es arbitraje, hasta nacer y morir.
Cuando uno va a hacer la compra a su Mercadona (nuestro supermercado favorito, siempre y cuando no nos cambien las cosas de sitio, que el otro día estuvimos media hora buscando una docena de huevos. Qué manía de cambiar las cosas de su sitio, cuando ya nos lo hemos aprendido) está haciendo arbitraje, es un arbitrajista, palabra no muy bonita, la verdad: inconscientemente, uno mira los precios de las cosas, y calibra el valor añadido, el retorno, que le puede ofrecer lo comprado.
El matrimonio es una operación mercantil, y por mucho que digan los curas papistas que es un sacramento. De sacramento, nada. La mujer valora entre los diversos machos pretendientes que le acosan. Finalmente, hace una operación de arbitraje sin saberlo: elige el más adecuado para que sea primero su semental, y después el mejor padre para sus hijos: un hombre con buena genética (aquí el olor corporal es decisivo, según demostró empíricamente el famoso experimento de las camisetas sudadas), cabal y serio y que no le ponga demasiado los cuernos, que siempre es una cosa incómoda, no porque alguien los vea, sino porque parece ser que pesan bastante, y eso genera cefaleas y migrañas.
Tener un hijo es también arbitraje: es una inversión a futuro, y esperas que el maravilloso efecto multiplicador del interés compuesto, te de un retorno, unos dividendos, en forma de los más sublimes sentimientos que pueda tener una persona, sobre todo si es madre, porque madre sólo hay una. Los padres siempre somos accesorios, prescindibles. Las madres, pues no.
Escribir cualquier cosa (una columna, una novela, un comentario en un blog) también es arbitraje: vendemos una cosa, de la que esperamos obtener, si no dinero, que es una ordinariez, una satisfacción estética.
El sexo también es arbitraje. No hablamos del oficio más antiguo del mundo, donde el arbitraje es obvio (te presto un rato mi cuerpo, y tú me das dinero a cambio), sino del sexo libre y consentido entre parejas: no sólo yo te doy placer a ti, sino que tú también me los das. Y disculpa si me duermo enseguida y no te susurro monerías al oído, porque la naturaleza de todos los hombres es así y punto pelota. A ver si las mujeres aprenden de una vez que los hombres no podemos controlar los ritmos de nuestra primitiva y lamentable naturaleza.
Comprar una casa, o acciones, o hasta un simple pantalón, son operaciones de arbitraje: cuando compramos algo, siempre esperamos un retorno, sea pecuniario (que creemos que significa dinero), sea agropecuario (por ejemplo, un hermosa finca con espléndidas dehesas para que tus tres cerditos ibéricos estén felices y coman muchas bellotas) o sea un intangible, como el amor o el cariño de tu pareja, hijos y amigos.
Ay el arbitraje. Todo es arbitraje y no lo sabemos. Pues estad al loro, y a ver cómo arbitráis vuestras vidas. Os deseamos mucha suerte.