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El siempre genial Ernie Loquasto, jefe del Savoy.

Publicado en LA RAZÓN, 22 de enero de 2003

El Savoy (I)
José Luis Alvite

A estas alturas creo que ya todos sabemos que el jefe del Savoy es Ernie Loquasto, un tipo escarmentado por la vida que ya sólo se da prisa para perder el tiempo. Fue él quien me dijo que «de un tipo se sabe que es tranquilo cuando entre cigarrillo y cigarrillo, aprovecha para fumar». Una madrugada y también me dijo que «un buen reloj sólo sirve para que las mujeres elogien tus modales». Acerca del matrimonio las ideas de Ernie son relativamente pintorescas. Suele decir que «el segundo matrimonio es una manera como otra cualquiera de separar el primero del tercero». Algo parecido le escuché al jefe cuando una noche en el club se me dio por evocar paisajes. Ernie me miró y me dijo: «¿El paisaje? Bobadas, Al. El paisaje sólo es lo que un fugitivo necesita para cambiar de ciudad». Del ex boxeador Sony «Sweet» Sullivan os hablé unas cuantas veces. Lleva años alejado del ring pero aún conserva secuelas de los golpes. A veces se acerca al barman del Savoy y le pregunta por el andén del tren a Chicago. En el boxeo no ahorró dinero. Gastó bastante en juergas con mujeres y dice la leyenda que un buen puñado de billetes el muy idiota los guardó en el fuego. Y cuando se dio cuenta, era un pobre diablo con el dinero justo para necesitar mucho más. Los billetes que le quedaban dicen que los gastó en pagarle al tipo que le enseñó a contarlo. También se dice de él que el hueso más duro de su rostro es la cereza del martini. Una madrugada me contó que en sus malos tiempos tras malgastar el dinero del boxeo, espesaba la saliva en la boca para tener algo que comer. Dudo que sea cierto, pero también se corrió por ahí que Sony había compartido la dentadura postiza con un ex-jugador de béisbol. ¡Pobre Sony! Dice que «en los Buenos tiempos del Madison, yo era negro como carbón a oscuras pero tenía un dinero, muchacho, así que, ¡lo que son las cosas! las chicas me confundían con Troy Donahue». Al piano suele sentarse el entrañable Larry Williams, un tipo que en los ensimismados momentos de nostalgia, toca suave como si interpretase a Gershwin con las manos en los bolsillos. Larry se casó tres veces. De sus ex esposas lo más íntimo que conserva son números de tres teléfonos cortados.

El Savoy (II)

Del bueno de Larry el pianista escribió en una ocasión el reportero Chester Newman: «Este tipo viajó mucho antes de recalar en el club de Ernie Loquasto. Nunca paró mucho en los sitios. Se dice de él que entraba en las ciudades buscando expresamente la salida. En un local nocturno de Baltimore todavía le recuerdan como el pianista que debutó con su última actuación. A sus pies les cuesta seguirle los pasos. Pero Larry tiene una memoria emocionada de las cosas y de los lugares por los que pasó. La noche que le conocí en el Savoy, su partitura en el atril era un mapa de carreteras». ¡Chester Newman! ¡Dios Santo!, el viejo reportero del «Clarion» lleva decenios contándole a sus lectores los crímenes de la ciudad. Dice que un tipo es interesante cuando da que hablar o cuando hace sufrir. En una ocasión acudió al asesinato de un infeliz del que nadie sabía nada. A Chester le costó cubrir un puñado de párrafos con la historia de aquel desdichado. El colofón todavía hoy resulta de una expresividad indiscutible. Escribió Chester en el «Clarion»: «El caso es que el de ayer fue un crimen sin palabras, una noticia sin texto, algo así como haberle disparado directamente a mi papelera. La víctima fue un hombre irrelevante contra el que ni siquiera había una mala excusa para dejarle vivo. Nada más examinar el cadáver, el detective Fuller dijo que en un tipo así, lo único realmente interesante es el orificio de salida». Circulan por el Savoy muchas leyendas referidas al detective Fuller. Personalmente comprendo que Fuller no es un tipo recomendable, aunque me cuesta creer que cuando nació, su madre presentase cargos contra él. Eso dice una de las leyendas que él se encarga de fomentar, como cuando en el 74 me dijo una madrugada en el club: «Muchacho, acabo de esclarecer el doble asesinato de la Calle 46 esquina a Broadway. Detuve a dos sospechosos. Con tres bofetadas uno de ellos confesó el crimen». Entonces le pregunté qué había sido del otro. Y Fuller me dijo: «¿El otro? Vamos, Al, a la cuarta bofetada, el otro acabó confesando su inocencia».

El Savoy (III)

No se quedan mucho tiempo las mujeres que pasan por el Savoy. La corista más antigua se llama Terry Shelton, una mujer de poca consistencia cultural y algunos sueños en la cabeza, una criatura sencilla y a veces conmovedora que todavía alienta cierta fe en la especie humana. Ernie conserva en la oficina del club un cuadro firmado por un pintor que vacilaba al hablar y que vivió con Terry un idilio lacónico que se saldó con un pufo en el negocio y ocho pañuelos a reventar de lágrimas. El retrato no le hace mucha justicia a Terry e incluso puede considerarse de mal gusto, aunque a ella todavía le emociona contemplarlo cada vez que acude a la oficina a rogar un anticipo. Creo recordar que aquel pintor se llamaba Ted Mortensen y la obra es un pubis copiado a carboncillo sobre el revés de un albarán. A Terry no le duele reconocer que ésa es la imagen que aquel tipo se llevó de ella y aunque cueste creerlo, el pintor le permitió ponerle su firma al pie del cuadro, como si fuese obra de la corista. El título lo sugirió él y ella lo aceptó como un hallazgo: «Autorretrato». A veces la pobre Terry recuerda los viejos tiempos al lado de Ted Mortensen. Y cuando alguien banaliza su trabajo en el Savoy, ella trae de la oficina aquel retrato y dice: «No soy cabecera de cartel en Broadway, cariño, pero hasta hace sólo algún tiempo, mi pubis era una celebridad». No es fácil evitar que los amigos bromeen sobre ello, pero en su columna del «Clarion», Chester Newman zanjó el asunto: «Nadie duda de que el «Autorretrato» de la inocente corista del Savoy carece de brillantez artística, pero adecuadamente velado por los troqueles de la Reserva Federal, el pubis de Terry Shelton podría sustituir sin rubor a la efigie de Abraham Lincoln en los billetes de curso legal». Lo de Terry y Ted fue una relación breve pero intensa que se saldó con un hijo. Ella nunca volvió a ver al pintor. Cuando le preguntas por Ted, suele decir que «un niño que prende el soñar, es cuanto sé de él».

El Savoy (y IV)

¿Qué es el «Savoy»? Comercialmente, un local nocturno, una mezcla de music-hall y casa de comidas, «un poco de luz a oscuras» en medio de la gran ciudad por el que desfilan tipos corrientes y fulanas pasmadas, coristas y matones, músicos y actrices, y sobre todo, esa clase de hombre para quien la muerte no es más que una mala postura con la que matar el rato. A menudo la cena es más dura que la vajilla y la vajilla mejoraría si la limpiasen con el mismo esmero con el que suelen limpiar los ceniceros. En una ocasión el reportero Chester Newman me dijo que «el Savoy es una manera feliz de sobrellevar la tragedia, algo a la vez terrible y memorable, esa especie de sublime peso que notarías si se te cayese encima un avión cargado de palomas». A veces se cierne sobre todos nosotros el presentimiento de cualquier drama y entonces, muchacho, entonces el «Savoy» adquiere un tinte distinto, el matiz sobrecogedor de un local a la vez sedante y moral, como si el club nocturno de Ernie Loquasto compartiese la puerta con el cementerio. Incluso en los momentos de más alta luminosidad del «Savoy» como espectáculo artístico y humano, sus clientes tenemos la sensación de estar al final del horizonte, aunque afrontamos cada noche la maldita vida como si fuésemos las noticias de un periódico con la contraportada en primera página. Personalmente la creación del Savoy la afronté hace cinco años porque al cabo de unas cuantas sesiones en el frenopático comprendí que la literatura me hacía menos daño que la psiquiatría y no me iba al bolsillo. Cada vez que alguien cae abatido a las puertas del club, me saco una espina de los ojos. Los cadáveres del «Savoy» son un puñado de gramática y por otra parte, como en alguna ocasión me dijo Ernie, «nosotros sólo somos malos de buena fe». Hace años, mi inolvidable Lorraine Webster me dijo que «lo hermoso de la mala vida es que en los momentos de aflicción y desesperanza, a las criaturas del arroyo, como a los lectores del periódico, siempre les queda la posibilidad de limpiarse la sangre con la leche del desayuno».
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