Clara vino al mundo con una sonrisa. Ni siquiera lloró, para llenar sus pulmones con un aire que no la merecía. Traviesa, se removió juguetona cuando el médico, preocupado, la cogió de los pies y, con la cabeza hacia abajo, le dio unas palmadas en las nalgas. Dio un gemido, y aspiró por primera vez. El médico, aunque confuso por lo extraordinario, se conformó, y se la entregó a la enfermera para que, al calor de una poderosa lámpara, dulcemente la lavara y vistiera.
Cuando la enfermera se la entregó con decisión pero con ternura, Idoya sintió por primera vez el fruto de su vientre. El Dr. Botín las contempló con satisfacción, porque había sido un parto natural tan sencillo y espontáneo, que hizo esfuerzos sin éxito por recordar uno que, en su extendida carrera, se le pudiera igualar.
Lágrimas dulces pero no amargas, contraviniendo cualquier ley natural, se congregaron en los hermosos y grandes ojos castaños de Idoya. Bajaron por su antes doliente cara para, ordenadas y periódicas, endulzar su fresca boca y, disciplinadas y alegres, bajar y saludar, en un bautismo primigenio, la sonrosada cabeza de Clara, que yacía inmóvil, rozando la barbilla de tan feliz madre.
Para Idoya, el aséptico paritorio se transformó en pura luz. Los gemidos alegres de Clara, que no llantos, le aseguraban la presencia de un ser que antes había notado en sus entrañas. Ahora tenía la confirmación de lo no visto, pero sí tan sentido.
Ya en la habitación del Sanatorio San Francisco de Asís, Idoya mostró orgullosa su hija a Javier, su tan querido hermano, que, a pesar de sus importantes y siempre secretas obligaciones militares, había conjurado los tiempos para poder estar en Madrid en tan aleatorio suceso, al contrario que su cuñado, Guillermo , que en esos momentos disfrutaba en Brasil de un viaje saturado de supuesto trabajo, con largas e indisimuladas alternancias de ocio y hedonista disfrute.
Javier, con sus grandes orejas acentuadas por un corte de pelo militar; con su impresionante figura de guerrero profesional; y con los idénticos grandes ojos castaños que Idoya, la miraba, con Clara todavía en su pecho, y la punzada que le subía del estómago a la garganta, para aguar sus ojos, le hizo volverse, y alegar un pretexto para salir de la habitación en busca de aire, y poder llorar tranquilo y anónimamente. Idoya sonrió complacida, porque sabía sin verlas de las lágrimas de su hermano.
Tres días después, Idoya y Clara, acompañadas por el torpe pero solícito hermano, llegaron a la residencia familiar, en Somosaguas. Una hora después, siempre sanguíneo y bronceado y con grandes aspavientos y alegría impostada, con firmes y largos pasos y con su voz aroncada y grave, apareció Guillermo.
Idoya le miró, y le saludó con cortesía. Pero ya su corazón, tierno corazón, estaba ocupado por completo.
Sufrió un segundo se angustia, un poco avergonzada por la indiferencia que sentía por su marido. Sólo fue un instante, puesto que recordó a Clara, su hija, bienvenida y bienamada, bella a pesar de las tinieblas, tan clara como todas las estrellas, a pesar de ellas, y con ellas, todas amigas, todas conjuradas para enviarle la luz que le alimentara, hacía tanto tiempo, quizás nunca, que, desde su universo infinito, hubieran asistido al nacimiento de tan luminoso y cálido espíritu.