La todapoderosa Unión Europea se ha demostrado como un gigante con pies de barro. O mejor debería decir con "pigs o piigs de barro". El deterioro de la periferia y el distanciamiento respecto al núcleo duro de la UE en todos los sentidos es ya un hecho casi imparable. Y del mismo modo que un satélite abandona su órbita y cada vez es menos atraído por la gravedad del planeta alrededor del cual orbitaba, los spreads que el mercado otorga a la deuda pública de Grecia, España, Irlanda o Portugal van camino del espacio exterior.
Los inversores intenacionales son conscientes de ello y hace ya más de una semana que la bolsa española está siguiendo el mismo camino que la griega. Es decir que también el Íbex 35 está perdiendo su órbita alrededor del Eurostoxx 50 o demás índices europeos. Por tanto, tenemos ya sobre la mesa un distanciamiento de bolsas y de deuda soberana, quizá irreversible, que evidencia la dificultad para mantener la unión monetaria entre el planeta llamado UE y los satélites que cada vez escapamos más y más de su órbita.
El proceso es peligrosísimo porque estamos muy cerca ya del punto de no retorno, y ni siquiera se ha emitido el consabido "Houston, tenemos un problema". Nos encontramos en un punto en el que el deterioro del atractivo de España para la inversión empresarial se uniría al deterioro del atractivo en bolsa y deuda soberana. Y si eso ocurriera, también la deuda corporativa debería pagar primas de riesgo mayores para colocar su papel, acompañado por caídas generalizadas en sus ratings (a toro pasado, como siempre). O sea, al más puro estilo emergente, pero con algunas diferencias abismales: Entre ellas que nuestra divisa no sería emergente sino la misma en la que cotizan las bolsas alemana o francesa (o en la que emiten esos Estados y sus empresas); y que nuestro comportamiento y datos macroeconómicos frente a esta crisis son diametralmente opuestos.
Lógicamente ese escenario hundiría en el fango la competitividad española en su totalidad. Porque recordemos que en los EE.UU., Alemania o Japón se han venido preparando en los pasados años para crear los productos tecnológicos que hoy ya comienza a demandar la población de países emergentes (y eso son miles de millones de consumidores que occidente ya no posee). Pero España no. Aquí exprimimos el ladrillo alicatando hasta los tejados, en un perfecto panparahoy que ha explotado en la cara de todos. Y lo peor es que después del estallido de la burbuja inmobiliaria, no hay nada a que agarrarse para poder levantarnos. Es lo que tiene ese deslumbrante pero maldito sector.
El espacio exterior al que vamos de cabeza es inhóspito. Y ante la cada vez menos influyente fuerza gravitatoria europea, precisaremos propulsores autónomos que nos permitan guiarnos, aunque sea torpemente. Unos propulsores como una política monetaria propia, que podamos adaptar a la situación económica de nuestro país y a la deriva espacial en la que nos podemos ver inmersos en breve. Son los pies o pigs de barro del gigante europeo los que precisamente están desinflando, por decirlo suavemente, el euro como alternativa válida en el liderazgo de las divisas mundiales. Un liderazgo que jamás han perdido los EE.UU. y su dólar, a pesar de los espejismos y delirios de muchos respecto a la UE. Sólo cuando el euro barra de sus órbitas la chatarra sideral podrá aspirar a retomar ese rol, con el permiso de Obama.
En el escenario actual, nuestra recuperación está más allá de un desierto que quizá no consigamos atravesar. La desorbitada periferia europea está indiscutiblemente capitaneada por el insoportable peso específico de la economía española. Y mientras tanto, el mundo empieza a huír de los intereses españoles como de un barco con mil vías de agua. El último que apague la luz, por favor.
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