No recuerdo la fecha. Eso da igual, siempre me pasa. Era una mañana calurosa como esta cuando recibimos la llamada. Aunque lo esperaba y creía estar preparada, algo se me partió dentro. El día anterior nos había dicho, sin que pudiera escucharlo su pareja, que no quería que lo volvieran a reanimar, y sospeché que él también lo estaba: no vencido, preparado. Lo besé sabiendo que sería la última vez, y apretamos nuestras manos mientras nos cruzábamos una mirada cómplice y una dulce sonrisa. Dijeron tanto sus hundidos ojos en ese instante!
Avanzábamos por el interminable pasillo en silencio, al marchar del hospital, y necesité preguntárselo.
-Te has despedido para siempre?
-No quería incomodarle, mañana. . .
Y no lo hubo.
Aturdida salí a la terraza. No podía ni llorar y entonces vi el mar como un espejo, tan calmado que pensé que se había puesto así sólo para recibirle, a él que había sido tan entusiasta navegante. Me serené y me llenó su recuerdo.
Hay algunas mañanas de verano en las que el anticiclón nos regala un mar tan liso que parece un lago. De éstas, sólo alguna me devuelve la sensación de revivir ese instante especial, y puedo llorar.
Hay una que necesito contarlo.
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