Tener una hipoteca de 250.000 euros implica tener una casa valorada en ese mismo importe. La garantía que recae sobre la devolución de la deuda es el valor de la casa. El problema surge cuando las casas empiezan a perder valor, tal y como está haciéndolo y así seguirá durante los próximos años. Si el fastuoso castillo de mi amiga alcanza dentro de tres años, pongamos un ejemplo, un valor en el mercado de 200.000 euros, ¿qué consecuencias tendría esto sobre el banco que concedió la hipoteca? Pues que no tendría las espaldas cubiertas. En caso de impago por parte de mi amiga el banco se quedaría con el castillo, pero perdería 50.000 euros.
Para solucionar este problema el banco definirá a mi amiga como "morosa" y no precisamente por no pagar, sino por el riesgo manifiesto que representa. El problema surge cuando al firmar la hipoteca, el pepito firmante no lee la letra pequeña. Camuflada entre las doscientas cláusulas que el amable gestor financiero olvidó mencionar podría aparecer una que dijese algo parecido a "si el precio de la casa baja, te pediremos otro aval por la diferencia de dinero que perdemos y si no lo tienes tendrás que pagarnos dicha diferencia". Grave problema, mi amiga necesitaría 50.000 pavos nuevos y ningún banco se lo da por considerarla "morosa". Es más, empezarán a cancelarle tarjetas de crédito para prevenir un posible incremento de la deuda.
Ante este panorama "surrealista" y "no acorde a la realidad" es normal que no le interese que la vivienda baje. Sin embargo, lo hace y así seguirá durante mucho tiempo. El tiempo de los chorizos especuladores y de los pepitos devora-mundos llega a su fin. Al menos, le quedará el consuelo de poder contarle a sus nietos: "yo compré una casa justo antes de que estallara la burbuja inmobiliaria, ¿me terminas de pagar la hipoteca?"