EL GALLO
09-01-11
El gallo en la madrugada canta su kíkiriqui y nos despierta, el cabrón. O no: o no nos despierta porque también está dormido o no es un cabrón, el pobre. O es una bendición, porque significa entonces que estamos en el campo.
En las grandes ciudades uno deja ser lo que de verdad es: un ser humano (eso creemos, al menos, y de acuerdo con la docta y documentada opinión de la ex Desministra de Desigualdad, Bibiana Aído –menudo nombre- que sin ser médico ni genetista ni bióloga ni nada parecido definió el feto humano de hasta catorce semanas como ser vivo. Menos mal que nosotros tenemos ya algo más de esas catorce semanas y hemos alcanzado la categoría ontológica de ser humano. Uf, qué alivio).
La gran ciudad embrutece y adormece. Uno piensa que en la gran ciudad, con sus ruidos, sus humos, sus atascos, las faraónicas obras del gran Faraón Tutankazanjas IV, uno vive de puta madre. Y lo que hace uno en verdad es vivir de puta pena.
Es bastante probable que muchos ciudadanos (de ciudad), sobre todo cuando son pequeños, ven una gallina y pregunten qué es ese bicho con pico y cresta y que corre despavorido ante la presencia humana (por eso las gallinas son unas gallinas). Verídico porque nosotros hemos asistido a tal escena: Papá, eso que corre qué es?
Antes uno siempre tenía abuelos en el campo. Podían ser pueblerinos, o simplemente rurales. No por vivir del y en y para el campo, uno es necesariamente un paleto con boina y con un palillo entre los dientes. Pues no.
Las generaciones pasan, y ya todos los nietos nacen en las grandes ciudades, donde sus padres deben trabajar. Y a no ser que esos nietos tengan la suerte de tener unos abuelos vivientes (y vividos), y que los visiten en vacaciones, pues lo pobres niños sólo saben del campo lo que ven en los cómics o en los videojuegos.
Resulta que nosotros de pequeños jugábamos en el campo, medio salvajes y asilvestrados, con espadas de madera, lagartijas de verdad y cuevas profundas y misteriosas que había que explorar. Hasta nos caímos muy pequeños y hasta la cintura en una fosa llena de orines de vaca. No se puede decir que uno no haya vivido intensamente, la verdad. Este suceso, este bautismo de orina de vaca, no está en la biografía de cualquiera, que conste.
Ahora los niños viven en un mundo virtual de videojuegos, ordenadores, teléfonos a lo Blackberry, el último capricho de los adolescentes para estar chateando (y no vinos, precisamente), y las llamadas redes sociales, que es la última mariconada que han inventando los calvinistas americanos del Mayflower para que así la peña se mire (eye contact) y se toque (polla contact) todavía menos.
Al final, los calvinistas puritanos terminarán inventado el sexo virtual: o sea, tirarte una tía (o que te tire ella, que siempre es más descansado) a distancia. Como hablar por teléfono, vaya. Se debería llamar Telesexo o así. Como una Teletienda de TV.
Nos pasamos toda la vida en la gran ciudad, y todavía no sabemos muy bien para qué. Estudiar? Trabajar?
Es posible. Pero sin darnos cuenta dejamos por el camino lo mejor de nosotros: esa simbiosis y comunicación arcana y no verbal con lo más profundo de nuestro ser: la Naturaleza, pues aunque no lo sepamos o lo hayamos olvidado, somos Naturaleza.
No es lo mismo despertarte con el despertador natural que es un gallo diligente y que cumpla con su natural trabajo (algunos se quedan dormidos y no cantan en los albores del albor o así. Hay gallos vagos y dormilones, en serio), que salir del sueño de la noche debido a unos infernales pitidos de un despertador japonés o asiático (por qué todos los despertadores son orientales? Un misterio) o la insidiosa bocina de un conductor maleducado (es que ahora, con la democracia, cualquiera tiene un coche).
No hay mejor forma de despertarse que oyendo el canto de un gallo salvaje. Hasta se despierta uno de mejor humor y más descansado.
Nos parece que nos vamos a comprar una buena boina (palillo de dientes, no) y nos vamos a venir a vivir al campo.
Esta vez, intentaremos no caernos en una fosa llena de orines de vaca. Pues no.