OTOÑO
09-11-10
La primera gran borrasca visita la Península Ibérica, y entonces nos damos cuenta que estamos en otoño, después de varias e inusuales semanas donde prevalecía en su tiranía el anticiclón de las Islas Azores, desconcertándonos: frío en la musgosa y muy temprana mañana cuando sacamos al perro al muy campo muy cercano; calor en la caliente y ya muy breve tarde. Así de jodida es Castilla, región extrema y austera.
El otoño. El otro día, conduciendo, nos dimos cuenta de su presencia: y entonces en el Parque del Oeste, nuestro parque favorito de Madrid, más que el demasiado poblado y hortera Retiro, más que el triste y demasiado romántico Jardín Botánico, nos cayó una literal y verdadera lluvia de caducas hojas: pareció que nevara nieve de hojas, debido a la fuerza del imprevisto viento: todo el suelo asfaltado de ellas; toda la luz apagada por su sombra.
Sin duda, una excepcional celebración del otoño: todo una congregación de hojas, viento de aires lejanos, atlánticos o de dónde coño provengan.
El otoño es recogimiento, es pensamiento.
El otoño es propicio para pensarse, para saberse, para juzgarse.
Ya está cerca el fin del año, cuando todos hacemos balance de todo el año. Lo malo es que la mayor parte de la peña no hace balance de nada, y así estamos, para atrás como los cangrejos.
Luz que no quiere ser. O está cansada o es tímida. Pasea ya uno por el campo sin gorra, sin temor a quemarse la piel, sin protectores solares Isdin. Uno siente su muy femenina caricia en la piel ya desprotegida, casi infantil en su ternura.
La luz de otoño es una señora madura pero joven, sabia pero espontánea. En cambio, la luz de primavera es una señora joven pero inexperta, atrozmente vital, como nuestra dorada hija de 18 años, cada día más guapa, más mujer, más bombón, con esa incomprensible y arrasante e incontenible capacidad de extroversión heredada de la madre, que no del padre, nosotros siempre un poco callados, un poco melancólicos, un poco y siempre ausentes de una realidad que en general nunca nos gustó del todo.
Ay, el otoño, cuando se mueren las alegres hojas que tan bien han alimentado a su anfitrión el árbol; cuando se nos mueren en los brazos nuestros seres muy queridos, porque dicen los médicos que en el otoño y en los anocheceres y en los amaneceres, es cuando más muere la gente, cuando el cuerpo se cansa ya por fin, y da su último suspiro para dejar un cuerpo y una materia que no merecen el espíritu que albergaba, ya entonces libre, y convertido en polvo enamorado, para que así se una a sus hermanas y madres estrellas, y perduren hasta el Infinito, porque lo que casi nadie sabe es que no hay Principio ni Fin, todo es un eterno e incansable Retorno. Por eso no existe Dios. Dios es el principio de algo, causa de todo.
Y resulta que ni hay principio de nada, ni causa de algo.
Conceptos demasiado complejos para nuestra aristotélicamente causal, limitada y muy homínida (vamos, un chimpancé con coche y ordenador) mente. Por eso los papistas se han inventado, de forma poéticamente genial, eso de la trascendencia y del don de creer. Es una trola muy bella, pero trola al fin.
El otoño. Sugerencia y promesa de fragancias, como el sexo de una mujer que podemos llegar querer.
Gracias al otoño, y a su escolta y compañera la lluvia, nos conocemos más. Somos más. Somos nosotros, al fin.