La muerte del príncipe
Julio de 1883
Era una sensación que don Fabricio conocía desde siempre. Hacía decenios que sentía como el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y quizá también la voluntad de seguir viviendo, iban retirándose lenta pero continuamente de él, como se agolpan y van pasando uno tras otro, sin prisa y sin pausa, los granitos por el estrecho orificio de un reloj de arena. En ciertos momentos de intensa actividad, de gran concentración, aquel sentimiento de pérdida continua desaparecía para volverse a presentar intacto en cualquier pausa, por breve que fuese, de silencio o introspección. Como emerge un zumbido continuo en el oído, o el tictac del reloj, cuando calla todo el resto, y entonces nos recuerda que siempre ha estado allí, vigilante, aunque no lo oyéramos.
En los demás momentos bastaba con que prestase un poco de atención para percibir el rumor de los granitos de arena que se deslizaban leves, de las partículas del tiempo que escapaban de su vida y lo abandonaban para siempre; por lo demás, antes, aquella sensación no le producía malestar alguno sino al contrario: esa imperceptible pérdida de vitalidad era la prueba necesaria, la condición, por así decirlo, para sentirse vivo; y a él, acostumbrado a escrutar espacios exteriores ilimitados, a indagar insondables abismos interiores, esa sensación no le resultaba en absoluto desagradable: percibía el continuo, minucioso desmoronamiento de la personalidad, junto con la vaga certidumbre de que en otra parte se edificaba una individualidad (gracias a Dios) menos consciente pero más amplia: aquellos granitos de arena no se perdían, lo abandonaban, sí, pero en alguna parte se iban acumulando para cimentar una mole más duradera. Mole, sin embargo, pensó luego, no era la palabrea exacta: pesaba demasiado; y tampoco tenía mucho sentido hablar de granos de arena: eran más bien partículas de vapor acuoso que escapaban de un estanque cautivo para subir al cielo y formar grandes nubes, ligeras y libres. A veces se asombraba de que el depósito vital aún contuviera algo después de tantos años de pérdida. “Ni aunque fuese tan grande como una pirámide.” En otras ocasiones, más frecuentes, se enorgullecía de que sólo él percibiera esa fuga continua, mientras los demás no parecían sentir nada similar; y por ello había llegado incluso a despreciarlos, como desprecia el veterano a los reclutas que confunden el sonido de las balas con el vuelo inofensivo de los moscardones. Es algo que, por alguna razón desconocida, nadie confiesa; algo que los otros deben intuir, y a su alrededor ninguno lo había intuido jamás: ni las hijas, que imaginaban un más allá idéntico a esta vida, con sus jueces, cocineros, conventos, relojeros y todo lo demás; ni Stella, que, pese a la diabetes que la iba consumiendo, se había aferrado mezquinamente a esta existencia colmada de dolor. Quizá Tancredi, por un momento, lo había comprendido, cuando le dijo con su incorregible ironía:
- ¿Te ha dado por cortejar a la muerte, tiazo?
Ahora el cortejo había concluido: la bella le había dado el sí, la fuga estaba decidida, el compartimento del tren ya había sido reservado.
Porque ahora se trataba de otra cosa, algo muy distinto. Sentado en una butaca, con las larguísimas piernas envueltas en una manta, en aquel balcón del hotel Trinacria, sentía cómo la vida se escapaba de él en grandes oleadas presurosas, con un fragor espiritual comparable con la catarata del Rin. Era el mediodía de un lunes de finales de julio, y el mar de Palermo, compacto, oleoso, inerte, se extendía ante él, inverosímilmente inmóvil y agazapado como un perro que se esforzara por volverse invisible a las amenazas de su amo; pero el sol, inconmovible y perpendicular, estaba plantado allí encima, fustigándolo sin piedad. El silencio era total. Bajo la luz altísima, don Fabricio no escuchaba ruido alguno salvo el sonido interior que producía su vida al retirarse.
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No volvieron a sacar la butaca al balcón. Fabrizietto y Tancredi se sentaron junto a él y cada uno le cogió una mano; el muchacho lo miraba fijamente con la natural curiosidad de quien asiste a su primera agonía; sólo eso; el que se estaba muriendo no era un hombre, sino un abuelo, cosas bastante distintas. Tancredi cogía con fuerza la mano y hablaba, hablaba mucho, hablaba entusiasmado: exponía proyectos a los que lo asociaba, comentaba la situación política; era diputado, le habían prometido la legación de Lisboa, conocía multitud de anécdotas secretas y sabrosas. La voz nasal, el vocabulario ingenioso dibujaban un superfluo friso sobre el torrente cada vez más atronador de la vida que lo abandonaba. El príncipe agradecía la charla, e intentaba, sin mayor resultado, apretarle también él la mano. La agradecía, pero no la escuchaba. Estaba haciendo el balance de pérdidas y ganancias de su vida, trataba de extraer de la inmensa montaña de cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de los momentos felices. Eran éstos: las dos semanas previas a su casamiento, las seis siguientes; media hora cuando nació Paolo y se sintió orgulloso por haber añadido una ramita al árbol de
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Tancredi. Sin duda, gran parte del activo procedía de él: su comprensión, tanto más valiosa cuanto más irónica; el placer estético de ver cómo se iba abriendo paso entre las dificultades de la vida; el afecto burlón, como debe ser; después, los perros: Fifi. La gorda mops de su infancia; Tom, el impetuoso perro lanudo, confidente y amigo; los mansos ojos de Svelto; la encantadora estupidez de Bendicó; las suaves patas de Pop, el pointer que en aquel momento lo buscaba bajo los arbustos y poltronas de Villa Salina, y que jamás lo encontraría; algunos caballos, pero éstos ya más ajenos y distantes. También estaban las primeras horas de sus regresos a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo perenne expresado en la piedra y en el agua, el tiempo congelado; los alegres escopetazos disparados durante algunas cacerías, la afectuosa matanza de conejos y perdices, la risa compartida ciertas veces con Tumeo, algunos minutos de conversación en el convento entre el olor a moho y confituras. ¿Algo más todavía? Si, pero ya eran pepitas mezcladas con tierra: los momentos de satisfacción por haber sabido dar respuestas tajantes a los necios, el placer que había sentido al advertir que en la belleza y el carácter de Concetta se perpetuaba la estirpe de los Salina; algunos momentos de entusiasmo amoroso; la sorpresa al recibir la carta de Arago en la que éste lo felicitaba espontáneamente por la exactitud de los arduos cálculos relativos al cometa Huxley. Y ¿por qué no? la emoción que no había podido ocultar cuando le entregaron la medalla en
Mientras la sombra iba envolviéndolo se puso a calcular cuánto tiempo había vivido en realidad; su cerebro ya era incapaz de resolver un cálculo tan sencillo: tres meses, veinte días, seis meses, en total, seis por ocho ochenta y cuatro….cuarenta y ocho…. Se reanimó. “Tengo setenta y tres años, aproximadamente habré vivido, vivido, un total de dos…. o a lo sumo tres años.” ¿Cuántos habían sido los años de dolor, de tedio? El cálculo era fácil; todo el resto: setenta años. La raíz cúbica de ochocientos cuarenta mil… Sintió que su mano ya no apretaba la de los otros. Tancredi se levantó rápidamente y abandonó la habitación…. Ya no era un río lo que salía de él, sino un océano, tempestuoso.
Debía haberse desmayado otra vez, porque de pronto advirtió que estaba acostado en la cama: alguien le sostenía la muñeca; a través de la ventana, el reflejo despiadado del mar lo enceguecía; se oía un silbido en la habitación; eran sus estertores, pero él no lo sabía; alrededor había una pequeña multitud, un grupo de personas extrañas que lo miraban fijamente con ojos aterrorizados; poco a poco fue reconociéndolas: Tancredi, Concetta, Angélica, Francesco Paolo, Carolina, Fabrizietto; el que sostenía su muñeca era el doctor Cataliotti; todos, salvo Concetta, lloraban; incluso Tancredi, que decía: “¡Tío, tiazo querido!”
De pronto en el grupo se abrió paso una joven dama: esbelta, con un vestido de viaje marrón de amplia tournure, y un sombrerito de paja cuyo velo moteado no alcanzaba a ocultar la gracia irresistible del rostro. Su manecita protegida por un guante de gamuza se insinuaba entre los codos de los que lloraban; pedía disculpas y se iba acercando poco a poco. Era ella, la criatura que siempre había deseado; venía a llevárselo; era extraño que siendo tan joven hubiera decidido entregarse a él; el tren debía de estar por partir. Cuando su rostro estuvo frente al suyo, levantó el velo y así, pudorosa, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más bella aún que cuantas veces la había entrevisto en los espacios estelares.
El fragor del mar cesó por completo.