LA ROTONDA
13-09-10
Rotonda, glorieta o hasta redondel, como una vez le oímos decir a un viejo acompañado de su Pancho particular en la barra de una vasca taberna, tomando el aperitivo. Nos gusta hablar con los viejos anónimos, porque así pensamos, ilusoriamente, que hablamos con nuestro padre muerto. Todos los viejos un poco (o muy) dependientes, nos recuerdan a nuestro padre. Buscamos a nuestro padre en todos los viejos que vemos, y claro, no lo encontramos.
Ya todo son rotondas, para evitar la insidia de los semáforos. En las zonas residenciales de Madrid, donde ya vive casi todo el mundo (el centro se está quedando sólo para oficinas, algunos viejos, y algunos jóvenes, bohemios o no, que permanecen solteros), apenas hay semáforos, y la circulación se auto regula mediante las rotondas.
No es que nos gusten ni nos disgusten las rotondas. Creemos que facilitan la circulación y tienen la inestimable ventaja de que uno puede dar las vueltas enteras que quiera, hasta decidir qué salida o dirección tomar. Nosotros hemos llegado a dar cuatro o cinco, hasta asegurarnos de la correcta. Encima, después de tanta vuelta, además de marearnos, nos solemos equivocar. La ley de Peter o así: esa que dice que si la tostada se te cae el al suelo, siempre caerá del lado dónde está untada de mantequilla.
Jamás vayan ustedes en coche con nosotros si no conocemos bien el camino, porque podemos aparecer en cualquier sitio y justo en la dirección contraria que deseábamos. Y jamás se pongan en una cola detrás de nosotros, porque será en la que más se tarde en atendernos. Otra vez la ley de Peter. Joder con el Peter. Le estamos cogiendo manía al nombre.
Nuestra urbanización está llena de rotondas, y de badenes, que eso nos fastidia mucho más, aparte seguramente de destrozar las suspensiones de los coches. Seguro que es una conspiración conjunta y masónica de los fabricantes de suspensiones y los ayuntamientos, que como ahora están la mayoría quebrados, necesitan mucha pasta.
Pero conocemos una rotonda muy especial.
Todas las mañanas durante el curso escolar, llevamos a nuestro hijo al colegio. Nos gusta llevarlo, y organizamos nuestra agenda en función del horario del colegio. Los clientes que esperen, y si no esperan, que se jodan, que antes está nuestro hijo. Y pasamos por una rotonda que nunca olvidamos, y que saludamos con un leve giro de cabeza a la izquierda, para ver si, como siempre, las flores están frescas.
Hace unos años, una mañana de franca y oliente primavera, vimos a una mujer en un lado de esa rotonda, y acompañada por lo que supusimos su marido y su hijo.
Arreglaba con mimo y cariño unas frescas flores de explosivos colores. Ella, arrodillada en el suelo, era observada por su marido y su hijo, quizás de unos siete años.
Volvimos a pasar por el mismo sitio una hora después, porque veníamos de dar un largo paseo con nuestro perro, y nos sorprendió verlos en el mismo sitio, como si estuvieran esperando a alguien.
La escena nos intrigó, y semanas después preguntamos a un amigo.
Ya suponíamos que esas flores, puestas con dedicación y ternura por la madre, invocaban la memoria de alguien, el recuerdo de algún ausente. Teníamos la curiosidad de saber, y al mismo tiempo el temor a conocer.
Y así fue, porque en esa rotonda, hace ya unos tres años, un joven chico de 19 años murió atropellado por un autobús al caerse de su moto.
Desde entonces, en una esquina de esa rotonda, jamás faltan flores frescas, sea primavera, sea el más hostil y lluvioso invierno.
Y desde que lo sabemos, siempre que pasamos por esa rotonda, miramos las flores, damos un abrazo imaginario a la familia quebrada, sobre todo a la madre, y sonreímos al chico muerto, polvo, más polvo enamorado.
Los padres no esperaban a nadie. Con sus frescas y festivas flores, estaban hablando con su hijo muerto.
Nunca faltan flores frescas en esa rotonda. Nunca.