LA MUJER CAUTIVA
08-08-10
No sabe la mujer que su peor servidumbre puede ser ella misma.
En su mejor condición, también puede encontrar su peor maldición: su extrema sensibilidad.
La emoción suprema es la empatía, de la que las mujeres son dueñas y soberanas, reinas absolutas sin la necesidad de un parlamento masculino y democrático. Son autónomas en su suprema empatía, y casi todo lo bueno (y lo malo) que les ocurre a lo largo de sus vidas, se origina en esa emoción connatural, esencial, primigenia.
La mujer no lo sabe, pero ha sido hecha por la naturaleza para regalar y cuidar, y para regalar y cuidar lo más importante: la nueva vida.
Ahora las mujeres no sólo hacen eso, sino mucho más, y pareciera que las mujeres, como increíbles animales de carga, como titanes legendarios e imposibles, pudieran realizar todas las tareas que tienen encomendadas: parir, cuidar de sus hijos y de sus parejas y de sus casas; atender a los familiares viejos y enfermos y dependientes y hasta trabajar a veces por un pequeño sueldo en un mundo gobernado en general por una panda de hombres que se creen los machos alfa de la manada, y tan sólo son una ridícula pretensión y proyecto de hombres: arrogantes, vanidosos, egoístas y analfabetos funcionales en el lenguaje espontáneo pero insobornable de la verdadera empatía, la femenina.
Incluso si la mujer no cumple con el futuro que la fisiología y la evolución le han planificado (coño, por eso las mujeres tienen tetas y las caderas más anchas. No están ahí de adorno o por capricho), y por las razones que fueran (hay mujeres que deciden no tener hijos, y hacen bien. O no pueden, que es algo mucho peor), dirige el inagotable manantial de su empatía hacia otras personas: amigos, familiares, voluntariados en una ONG o así. Por qué? Porque lo necesita: esa imparable corriente fluyente de empatía necesita de un objeto (o muchos) en el que pueda desahogar la emoción suprema. Si no, le falta algo: le falta media vida, media alma.
Así, la mujer necesita de lo sensible (en el sentido de sentimientos, no el filosófico) para vivir, de la misma forma que el hombre necesita de lo material para mal vivir (trabajo, éxito, poder, dominación, dinero, coches, barcos, fincas, casas).
El alimento espiritual esencial de las mujeres son los sentimientos, y el de los hombres, la acción, y desde luego con éxito, porque si no se verá así mismo como un medio hombre: un hombre capado y anulado por el fracaso, que conllevará su caída a las simas abisales de sus vicios congénitos, como las adicciones al alcohol, a las drogas e incluso la última adicción y la peor de todas: la adicción a la inacción, a la no vida, al suicidio.
El hombre claro que también es cautivo, y también cautivo por mor de la fisiología y la evolución: en su código genético están encofradas todas sus inclinaciones, y si fracasa en el mandato subyacente de su ADN de la acción por la acción, del triunfo por el triunfo, se verá dirigido sin remisión a la más amarga de las infelicidades.
La mujer necesita de los sentimientos, y a diario y casi de forma constante. No se conforma con una dosis de sentimientos cada cierto tiempo. La mujer es adicta a los sentimientos, es la drogadicta de las emociones, y sin ellos, sólo es un fantasma, un trozo de carne que sufre a solas y con desesperación el síndrome de abstinencia por la falta de su droga diaria, de su chute periódico.
Irónicamente, la que más dispuesta está a dar, la que más sufre por su casi infinita empatía, es la que menos recibe.
Por eso la mujer es cautiva, pero no del hombre, que a veces, cuando existe la dominación y el maltrato masculinos o anacrónicas y retrógradas costumbres sociales a lo integrista musulmán. Es cautiva de sí misma, y de unas indesprendibles cadenas que tendrá que aprender a sobrellevar, porque está en su misma naturaleza llevarlas, como una pesada carga que la siempre infalible (pero también cruel e impía) evolución le ha preparado.
La mujer cautiva, o cuando la mujer todavía quiere demasiado.