DOROTHY
31-10-09
Ayer en la tele (a veces esta caja no es tonta como dicen los intelectuales profesionales que se las dan de finos y de intelectuales y de profesionales. Menuda panda de bobos esnobs) vimos una foto que nos impresionó, como parece ser que ha impresionado a medio mundo. Hoy, gracias a ese pozo sin fondo e infinito de información que es internet, la hemos recuperado, la hemos grabado en nuestro ordenador, Ignasi, y la hemos observado largo tiempo para poder escribir esta columna. Hasta Ignasi se emocionó, y tembló un poco al guardarla en su memoria de sílice.
Muchas veces los animales en general, nuestros hermanos genéticos aunque sea hace tiempos muy remotos (o no provenimos todos de la misma sopa bacteriana primitiva? No compartimos todos nuestro común origen que vino de una lejana estrella a nuestro planeta en forma de polvo? Seremos cenizas, más tendrá sentido; polvo seremos, más polvo enamorado), nos enseñan cómo fuimos, cómo fue nuestra inocencia, cuando todavía no estábamos corrompidos por el afán del yo, el egoísmo de nuestro ser, la soberbia del mejor, la ignorancia del otro.
Nuestra adoración por nuestro perro es la adoración por todos los perros del mundo, y por todos los animales. Antes cazábamos, menos mal que sólo caza menor, y creíamos hacer compatible y posible ese amor por los animales (hermanos menos inteligentes y dependientes de nosotros, pero siempre puros y sin atisbo de maldad), con la caza. Nos forzábamos en creer que sólo cazábamos para alimentarnos, ya que, de una forma muy sofista, nos imaginábamos que éramos los proveedores de los polleros y de los carniceros. Pensábamos: ya que se come carne (perdiz, codorniz, paloma, conejo), pues mejor cazarla nosotros, y así la pieza siempre tiene una posibilidad de huida (nunca hemos disparado a una pieza en la que el tiro fuera demasiado fácil), e incluso, gracias a nuestra presión depredadora, podemos influir para que sólo se trasmitan los mejores genes y estamos haciendo un servicio a la evolución. Como dice la frase: el que no se consuela es porque no quiere.
La historia de la foto es muy simple.
Dorothy era una mona chimpancé. Se quedó huérfana muy jovencita porque un cazador mató a su madre. Sola, la vendieron a un parque de atracciones en Camerún, donde durante veinticinco años la explotaron y la vejaron, haciéndole fumar y beber cerveza para divertir a los visitantes, y en todo este tiempo, siempre permaneció atada a una cadena por el cuello. La rescataron y la trasladaron a un plácido centro de protección de chimpancés. A pesar de su maltratada y miserable vida (hasta los animales son capaces de no albergar rencor, al contrario que muchos humanos), se integró pronto en su nueva familia, adoptó a un bebé chimpancé huérfano y se hizo una de las más queridas del grupo, y hasta aceptada por el macho alfa, que suelen ser bastante cabrones, por cierto. Pero, ay, hasta los chimpancés se hacen viejos, y Dorothy murió.
La foto refleja el momento en el que los cuidadores la llevan muerta en una carretilla para enterrarla, y al fondo aparecen todo el grupo de chimpancés, detrás de una valla de alambre, mirando en absoluto silencio y quietud cómo se llevan a Dorothy. Vemos en la foto a unos dieciséis chimpancés, todos mirándola, como despidiéndola. Es el duelo de los chimpancés. Quién lo iba a decir!
Por qué ha admirado esta foto a medio mundo? Pensaríamos que es porque esos chimpancés demuestran un comportamiento tan humano, y que manejan conceptos como la muerte, y, por tanto, tienen la noción del transcurso del tiempo, y que son capaces de sentir compasión y pena, es decir, que son capaces de sentir emociones muy complejas como los humanos. Así se podría explicar de la forma más lógica la impresión que provoca esta foto en quién la ve. Vale. Pero nosotros queremos ir más allá.
Esta foto nos recuerda lo que no somos, y deberíamos ser. Mucha gente sentirá pena por la chimpancé Dorothy, y se conmoverá con la solidaridad y piedad que demuestran sus compañeros. Pero esa mucha gente ni se conmoverá ni sentirá piedad cuando un familiar suyo muera, no digamos si son desconocidos. Nos conmovemos por una foto, y negamos el auxilio al vecino, bien por pereza, bien por temor, o bien hasta por tacañería, moral y económica. Hasta abandonamos a familiares, sobre todo si no tienen una herencia que dejarnos. Los abandonamos incluso con herencias, imaginemos al pobre viejo o vieja que sólo le queda su pobre y desmantelado cuerpo, nada en el banco o ninguna propiedad inmobiliaria. Los chimpancés no tienen cuenta en el banco ni propiedades, y aún así cuidan y alimentan a sus enfermos y viejos hasta que, por ley de vida, mueren.
Esta foto nos recuerda lo que fuimos, hace millones de años, y lo que ya no somos. Lo inquietante de esta foto para quien la mira es que, sin saberlo y de una forma inconsciente, está viendo el reverso de su espíritu, un espíritu luminoso y generoso que a fuerza de pensar sólo en sí mismo, ha quedado hundido en las más lejanas y abisales simas de su ser, hasta casi desaparecer, y que sólo en ocasiones muy especiales, y debido a un imprevisto estímulo como ver el sincero y sentido duelo, silencio y llanto que hacen unos monos a su compañera muerta, somos capaces de hacer emerger.
Esos monos son mejores que muchos de nosotros. Al menos lloran de verdad a sus muertos.