El concepto de epidemia psíquica no es una metáfora. Carl Gustav Jung, el célebre psiquiatra, documentó el fenómeno y lo consideró un peligro mayor que las catástrofes naturales. Las multitudes siempre se alimentan de epidemias psíquicas, dijo. Los medios de comunicación, por ejemplo, pueden estimularlas, o las ideas que nos lanzamos unos a otros en las redes sociales, de padres a hijos, de profesor a alumno; si son tóxicas, si son estériles, si son deshonestas, bárbaras, cerradas, peligrosas, estúpidas, cegadoras, pueden infectarnos. Enfermamos en el inconsciente, la razón consciente no puede salvarnos. Estamos rotos, desconcertados, pero sobre todo desconectados del mundo real. Pendemos de un hilo, dijo el psiquiatra.Cuando uno se desconecta del mundo, de la vida esencial, enferma. Termina furioso, confuso, angustiado o cansado. Presiente cosas terribles, oye voces que no deberían estar allí, se apodera de él un delirio disfrazado de normalidad.En la infancia empezamos a tragar esa mierda que nos acompaña de por vida. También aprendemos cosas útiles, mientras tanto, preciosas e intuitivas. Aparece entonces el conflicto. Algo no cuadra. Interferencias. Pero nuestros sistemas naturales de defensa, carentes de los recursos necesarios, nos hacen enfermar todavía más. La basura se ha ido acumulando en el inconsciente como la radiación en las muelas del pastor de Chernóbil. El mundo es dividido una y otra vez, más pequeño, celdas, ruptura, fanatismo, lleno de definiciones y proclamas absurdas, blancos y negros, es todo contraintuitivo, y sobre todo está repleto de exclusiones y limitaciones que nos asfixian. El exterior acaba reducido a cuatro verdades emitidas por un televisor. Polaridad absoluta. Estamos salvados. Crece la angustia y la confusión. El odio. La desconfianza. La epidemia.Sabemos que algo va mal, pero no acertamos a decir qué es. Nos rendimos.Es una psicosis inducida y compartida, multiplicada por todos y todas, pero al ser colectiva nunca será diagnosticada. A esta locura la llamamos «normalidad».