La economía española atraviesa un momento complejo en el que los datos macroeconómicos, aunque en algunos casos aparentan estabilidad, esconden una serie de desequilibrios estructurales que se están acentuando con el paso del tiempo. El crecimiento del PIB, aunque sigue siendo positivo en términos anuales, se apoya principalmente en el consumo interno y en sectores tradicionales como el turismo o los servicios, que son altamente sensibles a la inflación y a la pérdida de poder adquisitivo. El problema es que este modelo, excesivamente dependiente del gasto privado y de actividades de bajo valor añadido, no genera suficiente productividad ni empleo estable a largo plazo. En el mercado laboral, la situación tampoco es tan buena como se quiere vender. Es cierto que la tasa de paro ha bajado, pero buena parte de los nuevos contratos se basan en el empleo público o en subsidios temporales. Además, la calidad del trabajo sigue siendo baja: temporalidad encubierta, salarios que apenas crecen y un mercado dual en el que una parte de la población apenas logra sobrevivir mientras otra concentra los beneficios del sistema. La pérdida de talento joven hacia otros países se está convirtiendo en una fuga estructural de capital humano que pasará factura en los próximos años. La inflación, aunque algo más controlada que hace un año, sigue erosionando la renta disponible. Los precios de los alimentos y la vivienda son el gran lastre de las familias, mientras el Gobierno se esfuerza por maquillar los datos con medidas de corto alcance, como subvenciones o topes que solo sirven para contener el problema temporalmente. El déficit público se mantiene alto y la deuda supera el 110% del PIB, un nivel difícil de sostener si el BCE empieza a endurecer de nuevo su política monetaria. España vive, en cierto modo, de la inercia de la deuda barata y de los fondos europeos, sin los cuales el crecimiento actual se habría resentido mucho más. La inversión privada tampoco despega como debería. La incertidumbre política, la inseguridad jurídica y la elevada presión fiscal están desincentivando a las empresas, que ven en España un entorno poco atractivo para el crecimiento a medio plazo. El exceso de burocracia, las trabas regulatorias y la falta de estabilidad en la política económica hacen que muchas decisiones de inversión se pospongan o se trasladen a otros países de la UE. En resumen, España mantiene una fachada de recuperación que en realidad descansa sobre pilares frágiles. El país necesita reformas profundas —en el mercado laboral, en la estructura fiscal, en el modelo productivo y en la administración pública— si quiere evitar que el actual equilibrio se rompa en cuanto cambien las condiciones externas. Sin un cambio de rumbo serio, el crecimiento seguirá siendo débil, dependiente y vulnerable ante cualquier crisis internacional o recorte de ayudas europeas.