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Enseñanzas de una estafa masiva

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Enseñanzas de una estafa masiva
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Enseñanzas de una estafa masiva

Enseñanzas de una estafa masiva
PABLO GARCÍA FERNÁNDEZ/SOCIÓLOGO

EL conocido caso de las empresas Afinsa y Fórum Filatélico, además de entrañar una presunta estafa económica a más de 350.000 ciudadanos, ilustra importantes aspectos relativos a cómo se articula la protección de los consumidores y usuarios y al papel que deberían jugar las diferentes administraciones públicas: nacional, autonómica y local.

En principio, hay que significar que el derecho a la protección de los ciudadanos en su condición de consumidores y usuarios es uno de esos importantes enunciados de la Constitución Española, cuya pertinencia nadie se atrevería a discutir. El artículo 51 es absolutamente diáfano al respecto: «Los poderes públicos garantizarán la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los mismos».

Es decir, como muy acertadamente señala la Constitución, es deber de los poderes públicos proteger la seguridad, la salud y los intereses económicos de la ciudadanía, de manera que se garantice que los diferentes productos y servicios que se ofertan en el mercado no impliquen ningún tipo riesgos. Y también, cómo se debe actuar al respecto: mediante procedimientos eficaces.

Todo parece evidente, pero la realidad del mercado, en demasiadas ocasiones, y en particular en el caso que nos ocupa, se encuentra muy alejada del planteamiento constitucional y de las aspiraciones sociales. El fracaso de los poderes públicos ha sido clamoroso tanto a la hora de regular las actividades de este tipo de entidades, como a la hora de controlar sus operaciones. Con el agravante de que en los años 2002 y 2004 dos organizaciones de consumidores distintas denunciaron el irregular negocio de la venta de sellos, los riesgos que suponían para los intereses económicos de los inversores y sus insuficientes garantías.

En efecto, la exigua y equivocada regulación legal que afectaba a estas entidades, formalmente dedicadas a las inversiones en bienes «tangibles», pero de facto ocupadas en operaciones financieras, nunca debió ser permitida. Los poderes públicos deberían haber sometido a estas empresas a la regulación propia de los servicios de inversión, a fin de garantizar los derechos de los clientes. Aquí se encuentra el origen de la supuesta estafa masiva posteriormente descubierta: en el hecho de que se miró para otro sitio ante las evidencias de unas prácticas financieras desarrolladas por unas sociedades supuestamente dedicadas a vender sellos.

De igual forma que es sorprendente que se haya derivado a las autoridades de consumo la tarea de verificar las auditorias económicas de dichas entidades, único mecanismo de vigilancia previsto sobre sus actividades. Hecho bastante anómalo si tenemos en cuenta que las competencias de las autoridades de consumo tienen que ver con ejercer un control sobre las obligaciones y derechos que configuran la defensa de los consumidores y usuarios, pero sin suplantar las que deberían ser las actuaciones de ámbitos competenciales sustantivos, en aplicación de la legislación sobre actividades financieras, inversión, mercantil o la que correspondiese.

El increíble hecho de que mediante una disposición adicional de la Ley de Inversiones Colectivas de 2003 se atribuyese a las autoridades de consumo de las comunidades autónomas el control de las auditorías de cuentas relativas a las actividades de las empresas dedicadas a la venta de sellos, obras de arte o antigüedades, es similar a que se asignase a los órganos administrativos de medio ambiente la vigilancia del funcionamiento de las plantas industriales, las explotaciones mineras o la construcción de autopistas, más allá de lo que significa el seguimiento del cumplimiento de las normativas específicamente ambientales.

Paradójicamente, en sentido contrario, bancos y cajas de ahorros tienen un «estatus especial», de manera que no están sometidos a los procedimientos normales de p