EL JERSEY
04-10-10
Aparece así de improviso el otoño, y entonces nos constipamos.
Nosotros somos de bufanda, y a pesar de nuestro querido Paco Umbral, que dejó de ser un dandi cuando murió de leucemia su hijo Pincho, de seis años, en 1974.
Su famosa bufanda posterior, ya dandi quebrado, roto y amargado, le servía para empapar las lágrimas que nunca y siempre lloró. No lo supo Umbral, pero desde entonces fue un muerto en vida hasta agosto del 2007, cuando falleció. Ni siquiera su cinismo ni la impostura del postrero alcohol (postrera sombra que me llevare el blanco día) le salvaron de su dolor. Polvo serán, más polvo enamorado.
Y pensar que la gente creía que su bufanda era una pose de un dandi viejo y trasnochado. No. La bufanda de Umbral era la manta cariñosa y paterna con la que siempre cubrió el recuerdo de su hijo muerto. Gracias a su bufanda, Pincho nunca volvió a tener frío.
La verdad es que todavía no es tiempo de bufandas. Y mira que las tenemos buenas y bonitas, después de toda una vida de bufandas, y eso que hemos perdido algunas. Un día vamos a escribir una columna sobre las bufandas, amigas nuestras que nos protegen del frío, y acarician nuestro cuello como una mujer, y entonces nos sentimos acompañados, queridos y seguros.
De pequeños, septiembre no sólo era la emoción de un curso escolar nuevo, después de unas interminables, rurales y salvajes vacaciones, cuando jugábamos con el agua de mar, hablábamos a las lagartijas, ordeñábamos muy mal las vacas, madrugábamos mucho, con la gente honesta y libre del campo que va a trabajar la sagrada tierra, y soñábamos con el universo infinito y sin fronteras que entonces era nuestra vida.
Septiembre también significaba el anticipo del otoño, y el misterio del oscuro y frío invierno. Y unos de sus imprevistos alicientes era redescubrir la olvidada ropa de invierno: jerséis que hacían bolitas y eso no nos gustaba; trencas impermeables forradas de piel borrego pero que de verdad no era piel de borrego; y la botas fuertes y escolares, Gorila o la marca que fueran, que nos hacían sentir seguros en la inseguridad de nuestra permanente melancolía y asombro por el mundo que cada día descubríamos, fuera a través de los libros, fuera a través de todo lo que a diario la vida nos regalaba.
Así hoy, y después de un incómodo resfriado (cuando te duele todo el cuerpo, y no puedes dormir por la nariz tapada, y toses de forma inconsolable e incómoda), hemos buscado nuestra guardada ropa de invierno y nos hemos puesto un jersey.
Y entonces, un barranco de recuerdos nos atropella y hasta casi nos maltrata, nosotros, que sólo queríamos abrigarnos con un jersey, en este tiempo que un abrigo o un chaquetón te da todavía demasiado calor, y la aérea camisa no te protege lo suficiente de las inencontrables corrientes de aires o del frío de una casa sin calefacción.
El jersey. De un deslumbrante color mostaza, cuello de pico pequeño, cerrado, y no de caja, y de la mejor lana inglesa.
No es un jersey cualquiera. Ni siquiera es de casimir, pero de lana, de las que no hace bolitas, que ya desde pequeños nos incordiaban y angustiaban, las malditas bolitas.
El jersey era de nuestro padre, y encima nosotros en su día lo estrenamos, porque fue un último regalo de nuestra madre para su marido que no habría de sobrevivir a ese invierno. No le dio tiempo a estrenarlo. Nosotros lo hicimos por él.
Cuando el murió, recogimos toda su ropa. Resulta que los muertos dejan atrás cosas, y lo más personal y evocador es la ropa. Alguien tenía que hacerlo, y así evitar el mal trago a una viuda desconsolada. Sólo Dios sabe el trago que nosotros pasamos.
Como traperos (traperos de tiempo), la recogimos, y nos quedamos con toda aquella que nos servía (abrigos, gabardinas, chaquetones, inglesas chaquetas de sport, gorras, camisas y hasta albornoces).
Hoy llevamos una de sus camisas exquisitas, blanca con grandes cuadros a rayas azules y color mostaza. Hoy llevamos su último jersey no estrenado.
Los muertos no sólo perviven a través de los recuerdos de los vivos. También viven a través de su ropa.
Hoy yo soy un poco mi padre. Sin saberlo, todos los días soy un poco él. Y un día mi hijo, será un poco yo, cuando yo sea polvo, más espero que sea polvo enamorado.