Procrastinar
Sin casi enterarme porque he seguido trabajando, ha llegado agosto y me siento un poco sola. Se han ido marchando de vacaciones las voces familiares de mis ratos de radio y los autores de artículos de opinión que leo en la pantalla o en papel. Pequeñas rutinas. Suerte de las buenas columnas que suelen acompañar mis momentos café, esas que, a falta de compañeros de trabajo con quien comentar lo que sea frente a la máquina, suelo leer, si son escritas por un hombre, como si el mismo George Clooney me las susurrara, dejando de mirar la taza para hacerlo a mis ojos, haciéndome a veces reír, soñar,...y otras cabrear. La imaginación que no falte, y si lo que falta es la columna, hasta leo al Sostres -aunque resulta imposible hacer el truco de George con él-, o me decido y la escribo, aprovechando que el calor y el anonimato permiten un poco de desnudo en este espacio.
A lo que iba: me ha incomodado el cierre, aunque sea parcial y temporal, del restaurante el Bulli de Ferran Adrià, que renacerá convertido en fundación. Reconozco que no estuve nunca, pero hace veinte años que lo mío con el cocinero fue como un flechazo. Una de las cosas que admiraba d'aquell jove innovador de l’Hospitalet -tal vez por compartir el orgullo de ser de la ciudad/barrio vecina a donde nací- es que hubiera llegado a ser Premio Nacional de Gastronomía desde un origen que suponía humilde, entre otras anécdotas por la que se decía que empezó fregando platos. Por ello simpatizaba con él, y por el mérito del que conseguía superarse por el trabajo, aunque estuviera dotado de un talento innato. Pensaba en aquel momento que había logrado el máximo reconocimiento, y sin embargo su carrera no había hecho más que empezar. Desde entonces le seguí un poco la pista.
Años más tarde, en la temporada en que tenían cerrado el restaurante porque se dedicaban a crear, y por tanto un poco de tiempo libre, una vez a la semana explicaba -en una divertida colaboración radiofónica llamada “El menú original”- trucos y recetas fáciles para cocinar, pero no era ese el valor del espacio, sino escuchar sus anécdotas, filosofía, etc., con la simpatía y sencillez de una persona a quien los reconocimientos, la fama y el éxito ya de entonces no le habían hecho cambiar (y sigue igual!). Fascinada por su personalidad y esperanzada porque fuera la experiencia Bulli la que como un milagro -por lo que me habían contado quienes habían estado- me devolviera facultades sensoriales perdidas, la convertí en mi premio por dejar de fumar, cuando todavía era posible conseguir una reserva.
Dejé el tabaco y sin embargo fui aplazando el regalo, hasta que ya fue imposible conseguirlo por la indefinida lista de espera. Y llegó el día en que cerró. Me sentí como cuando, viviendo en otra ciudad, supe que estaba ardiendo el Liceo de Barcelona, y me pareció que se me quemaba un sueño porque siempre había querido ir al menos por una vez a la Opera, aunque fuera sola, porque solía escucharlas con placer y había visto algunas enteras en tv. Lo reconstruyeron y todavía...
Así, procrastinando -que es la palabra que define mejor uno de mis muchos defectos- paso el tiempo hasta que no tengo más remedio que actuar. Por eso, aunque debería estar haciendo las maletas, estaba ahora con el ordenador, escribiendo esta primera parte -que tal vez no hubiera llegado a publicar- pero dejándola para leer prensa y zappeando aquí y allá: arde Londres y batacazo en la bolsa, y allí, en un recuadro más pequeñito, la noticia del día sobre Somalia y la hambruna del Cuerno de Africa, con más de cincuenta cuentas para hacer donaciones y 145 visitas hasta ahora. Aquí algunas veces hemos tenido más. Pues nada: tecleo y os lo cuento, paso el enlace y me pongo a hacer mi aportación ya, dejando de procrastinar esta vez por una causa que verdaderamente merece la pena. Quizás todo lo demás -entre esto lo que os había contado antes- era la razón de mi frecuente indecisión.