ATARDECIDA, ANOCHECIDA
09-08-11
Los dos mejores momentos del día en verano son cuando el Sol Lorenzo (qué bonito nombre!) se despereza por la mañana o se acuesta sin insomnio y soberano y tranquilo por la noche.
Si Ramón decía que el agua con gas sabe a pie dormido, el sol sabe a luz, cuando resulta que la luz no sabe a nada, acaso tan sólo un masaje cósmico (neutrinos) en nuestra pequeña y humana piel.
Al amanecer, el Sol promete cosas que luego no ocurren.
No en vano, la vida es tan sólo una promesa incumplida. Y sólo nuestra voluntad (y mucho de azar), puede retorcer el brazo del destino, y hacerlo por momentos nuestro siervo, nada servil en ninguna humillación que significa el imperio de nuestra voluntad.
Dicen que los ángeles, todopoderosos pero envidiosos, manos y alas ejecutoras de la voluntad de Dios, lloran por lo que nosotros tenemos, y ellos jamás disfrutarán: el libre albedrío.
Uno se levanta cualquier día (más en vacaciones de verano, porque uno tiene tiempo y lo malgasta en sólo respirar y mirar las cosas que durante el año, invidente espiritual, no suele ver) y el día transcurre como no pensaba.
El sol del Este, esteado, ilumina el campo, descubriendo a nuestra mirada crisoles y paletas de colores que el día anterior no existían.
Uno se fija cómo evoluciona el campo a la luz del sol incipiente, todavía parco y tacaño, y se maravilla al observar cómo todo cambia: lo negro se transforma en verde, la nada es poco a poco algo, la vida dormida por fin despierta.
Las horas intermedias del día en verano, son las más brutales.
Uno se tiene que esconder del Sol, porque es impío y arrogante: todo lo quema, y las flores y hierbas nacidas al amparo de una primavera que fue esplendente, mueren arrasadas, agostadas.
El Sol durante el día no conoce de amigos, e imparte su ley implacable, como un juez o jurado sin piedad ni empatía.
Más tarde en el día, el Sol se convierte por fin en algo humano: es la atardecida, la anochecida.
El Sol y el hombre se dan la mano, se reconcilian, cuando la luz ya no abrasa ni quema, sino acaricia y conversa.
Uno se quita las gafas de sol, porque la luz obscena ya no lo es, y quiere calibrar mejor los mil matices que el Sol, por fin generoso, le regala, sobre todo cuando se mira el mar no finito, y se admiran los colores de algo tan lejano y a la vez tan cercano.
En la atardecida, en la anochecida, en el mirador único y privilegiado que es una gran terraza orientada al Oeste y encima de todos los mares del mundo, y donde conviven congregados los espíritus de nuestros queridos muertos (y donde algún día estará el nuestro mientras haya alguien que recuerde que un día vivimos), uno al fin se conoce, se reencuentra.
Resulta que la vida es sólo una perdición, vaya, que estamos casi siempre perdidos. Y en raros momentos de reflexión y contemplación, cuando el ruido y la furia de sobrevivir no nos abruman y hasta nos enloquecen, uno se mira muy adentro y se vuelve a descubrir, como si fuera un amigo al que hacía mucho tiempo que no veíamos ni hablábamos.
Ver cómo el Sol casi todo el día impío se va acostar, ilumina todavía con los caramelos que son la nubes aún rosas y malvas y arreboladas en el Oeste, mientras que la negrura (negritud) se impone impasible en el Norte y en el Este, es el mejor momento del día.
Si en la amanecida el Sol prometía tanto, en la anochecida todo se ha cumplido. O nada, depende. Qué más da.
Atardecida, anochecida.
La terraza queda luego para ser la guardería de las estrellas. Brisa de mar que atropella nuestra nariz. Viento suave que nos consuela. Una última mirada al Oeste antes de acostarnos, ya no visible, y pensar en los que queremos, sean vivos o muertos, qué más da, porque los sentimientos no conocen de contingencias ni estados físicos, más sólo de la ilusión del recuerdo, de la celebración total que es el amor infinito y no caduco.
Somos mucho más (y mejores) en la atardecida, en la anochecida.
Somos al fin amor, esencia de espíritu sonriente, sonriso.