EL APERITIVO EN VACACIONES
05-08-11
Durante el día, y más en vacaciones, no hay nada más emocionante y sugerente que la hora del aperitivo.
Excepto en mañanas miserables de arduas e impías resacas, donde la salvación sólo se puede encontrar en tres latas de cervezas bien frías y tomadas bien seguidas, el momento idóneo para empezar a beber alcohol es allá sobre la una de la tarde en adelante.
Uno se levanta temprano, porque aunque esté de vacaciones, no abandona la costumbre de madrugar. Primero, porque un gallo que merecería un maravilloso cuento corto de Nathaniel Hawthorne, nos avisa de que comienza el día.
Y segundo, porque no cerramos persianas y postigos, y dejamos abiertas un poco las ventanas para que el olor y el rumor del mar velen nuestro sueño toda la noche, como imaginarias civiles y leales de la Naturaleza.
Y así, la incipiada luz del primer momento del amanecer empieza acariciar nuestra piel. Abrimos un ojo para calcular la hora de la madrugada sin mirar el reloj, y nos alegramos como niños perezosos porque pensamos que todavía nos queda algo de tiempo en la cama, arrebujados, encogidos, emocionados por sentirnos vivos un día más e imaginar lo que haremos ese día recién comenzado.
El desayuno nos espera antes de la ducha, pero primero salimos en pijama de pantalones cortos (otra vez como un niño) a la enorme terraza, para comprobar que el mar sigue ahí y que no se ha ido durante la noche, espantado por todos los crímenes que comenten los hombres a diario.
Nos saluda el mar, y admiramos su casi infinitud, además de los millones de colores distintos con los que gusta mostrarse, coqueto él, azules y grises y hasta malvas, toda una imposible paleta de colores, porque ya hace tiempo que descubrimos que el mejor pintor posible es la propia Naturaleza, que tan olvidada e ignorada tenemos en el asfalto y hormigón de la gran ciudad.
Pasa el día, entreverado de ocio y un poco de trabajo aún a pesar de las oficiales vacaciones de agosto, un mes cuando casi todo se paraliza de una forma incomprensible.
Y llega el tan esperado momento del aperitivo.
El concepto habitual de aperitivo sugiere la idea de tomarlo fuera de casa. Así es normalmente durante el año, pero no en vacaciones y en la casa de campo, donde tenemos todo lo que un ser humano civilizado podría pedir: cerveza, vinos blancos y tintos y hasta manzanilla; quesos de varios tipos que hemos tenido la precaución de sacar de la nevera unas dos horas antes; buenas aceitunas y todo tipo de latas en conserva: mejillones, berberechos, bonito y sardinillas en aceite de oliva, pan rústico y de pueblo, que no se encuentra en la gran ciudad.
Bien avituallado, entonces nos sentamos (solos o acompañados) en la terraza.
Empezamos con una rubia cerveza, para refrescarnos e hidratarnos después de ya haber bebido un litro y medio de agua Bezoya durante la mañana, sana costumbre porque entonces uno mea claro y se ríe del boticario. Menos mal que la terraza tiene un pequeño aseo.
Seguimos con un suave (y no muy afrutado) vino blanco de Rueda de uva Verdejo. Nos gustaría que fuera un Riessling alemán, trocken, seco, pero son mucho más caros y difíciles de encontrar.
Sólo una copa de blanco, porque nuestro favorito es el tinto, quizás un poco antes afrescado en la nevera. Nada especial, con un rioja crianza nos conformamos, que los reservas y gran reservas están hechos para el frío del invierno y para las comidas contundentes, como un cocido o así.
Probamos un poco de todas las viandas preparadas, para así tan sólo excitar el apetito y no arruinar la exquisita y sencilla comida casera que nos hayan preparado, ya que nosotros, a nuestro pesar, estamos incapacitados genéticamente para cocinar y para los trabajos manuales, como nuestro padre. Y mira que hemos hecho fallidos intentos.
Si tuviéramos que elegir un momento del día, preferiríamos el aperitivo, incluso antes que ese momento mágico que es el atardecer con el primer gin tonic del día.
El aperitivo, o cuando uno se reencuentra y por fin es feliz.