LAS VACACIONES DE VERANO
16-07-11
De niños, sin mirar un calendario que todavía desconocíamos, nosotros sabíamos que era verano cuando veíamos (y oíamos) los vencejos, o golondrinas o andoriñas, según.
Nos apoyábamos en la baranda de la terraza, y pasábamos las horas muertas (o muy vivas) admirando su errático y acrobático vuelo, y escuchando su piar nervioso e incansable.
Entonces nos dábamos cuenta que era época de exámenes finales, y volvíamos a la mesa de estudio, con un poco de mala conciencia por haber perdido (o ganado) el tiempo observando unos pájaros que ya para siempre se convertirían para nosotros en preludio de verano y de vacaciones.
El verano es la eclosión de todo, para bien o para mal.
La primavera es tan sólo la antesala del verano, su preparación, una especie de calentamiento o estiramientos antes de una carrera.
La vida estalla de verdad en el verano.
Puede ser para bien, porque es en verano cuando uno se libera de sus obligaciones de estudio o de trabajo. Hace calor, sí, pero la fresca de las madrugadas y la brisa de los anocheceres, compensan los agobios y ajetreos pasados durante el día, y alivian y masajean el alma, hasta dejarla suspendida en la Nada, en el no pensamiento.
Para los que somos de tierra adentro, el verano es sugerencia de mar, de playa, de sal iodada que pica en la espalda, de un bronceado que uno no busca, de un decaimiento de las facultades mentales, de una molicie espiritual que casi conlleva un estado físico de contradictora hibernación (acaso calentación), por los que la mente queda suspendida en un presente vago e inasible, y uno se deja llevar por las rutinas habituales de un día de vacaciones de verano en la playa: levantarse tarde; desayunar como un príncipe que no tiene prisas; pasear por la playa, hasta que las piernas llegan a doler; el rito del aperitivo, con su cerveza y las maravillas de la huerta y mar de España; suave comida siempre iniciada con un gazpacho que no sepa demasiado a vinagre ni ajo; una siesta con un libro que apenas se lee; vuelta a la playa o una piscina; y luego ya tan sólo esperar el mejor momento del día: ver anochecer con esas nubes arreboladas que tan bien describió Pablo Neruda, y animarse el espíritu y el cuerpo con el primer gin tonic de la noche, y celebrar la gran fiesta de la amistad y de la compañía.
El verano nos hace mejores. O peores.
Dicen las estadísticas que la mayor parte de las separaciones/divorcios se producen tras el verano, cuando la pareja que convive a diario, se da cuenta que el amor se ha ido para siempre, y están deseando volver a casa para dejarse de verse tanto.
El verano en España es el mejor regalo posible. Por eso tantos millones de turistas nos visitan, y algunos, ya prendados para siempre de nuestro clima y nuestra comida, deciden jubilarse y hasta morir en nuestro país.
Qué mejor elogio que elegir un país para morir!
Esto no es nacionalismo, que tanto nos disgusta, venga de dónde venga. Es una especie de existencialismo, pero no el negativo, el que propugna la Nada de Sartre o así. Una suerte de existencialismo epicúreo, hedonista, tranquilo, vivificador, relajante.
Hay veces que uno tiene que olvidarse de uno mismo, porque nada se arregla dando vueltas a un mismo tema que a lo mejor no tiene solución.
Entonces las vacaciones de verano acuden a nuestra ayuda, y nos rescatan de nosotros mismos, porque el peor enemigo de uno no son los otros, nos quieran o nos maldigan, nos sonrían o nos envidien, nos recuerden o nos olviden.
En ciertas ocasiones el peor enemigo es uno mismo, el más dañino contra sí, porque conoce todas sus debilidades y flaquezas de un espíritu acaso demasiado complejo y torturado.
El verano es el sumo sacerdote, el más eficaz, que exorciza todos los demonios que a la largo del año han ido colonizando, como un virus imparable, nuestro cuerpo y alma.
Ver el mar, sentir su brisa acariciante que hasta recorre nuestra médula y el más pequeño de los huesos, y soñar y recordar un futuro y un pasado más propicios, son la mejor medicina para cualquier pena del alma.