EL GIN TONIC Y SALVADOR SOSTRES II
05-07-11
Sigamos glosando la columna de Salvador Sostres sobre el gin tonic.
Hacerse mayor es darse cuenta de que no podemos borrar el rastro de nuestros defectos sin renunciar al encanto de nuestras virtudes.
Frase desde luego para enmarcar/memorizar. Este Sostres, cuando no se hace el gilipollas/nacionalista catalán, es un genio.
La búsqueda de uno mismo, que dura toda una vida y ni aún así, debe comenzar por la autopsia de los defectos/limitaciones de uno mismo.
Como un avezado forense, uno debe enfrentarse a ese espejo imaginado donde se trasluce nuestra alma. En pelotas, nada de vestido.
Uno se debe analizar. Y concluir algo, lo que sea. La conclusión debería ser intentar ser mejor persona, menos soberbio, menos orgulloso, más humilde, más generoso, más solidario, más humano, en definitiva.
Las mujeres se suelen enamorar de nuestras virtudes, pero también de nuestros defectos, como bien dice Sostres.
Las mujeres siempre tienen el pueril afán de intentar depurar nuestros defectos, cuando no saben que con la edad no sólo no desaparecen, sino que se acrecientan. Así es la contradictoria naturaleza masculina, que las enamora y las vuelve locas de pasión y deseo, pero que les hace sufrir de forma inmerecida, tal es la tiranía de nuestra naturaleza, que roba corazones sin querer y de forma inadvertida como un zorro roba gallinas.
El hombre en su justa medida canalla es el amante soñado por toda mujer. Gozará de placeres (de corazón y de cuerpo) que nunca conoció en su aburguesada vida, pero tendrá el terrible coste de un hombre que jamás le será fiel. Inalcanzable, incontrolable, puro libre albedrío.
Es simplemente la naturaleza masculina, y contra ella y la evolución no se puede hacer nada. Lo sentimos mucho.
…Y hay que procurar no llamar a nadie después del tercer gin tonic. Lo que tú crees ingenio o amor del bueno, es sólo la ginebra. Tu interlocutor sereno te intuye a la legua. Cuando más brillante e inaplazable creas que es tu idea, en realidad más disparatada es. Nunca llames a nadie con tres gin tonics, baby. Escribe lo que querías decir y verás lo que piensas de ti mismo cuando lo leas al día siguiente.
Una vez escribimos una columna titulada El ridículo. Ya hemos escrito tantas que a veces, cuando tenemos una idea, comprobamos en nuestro índice de columnas si ya hemos escrito sobre ella, para no repetirnos, que odiamos ser unos pesados.
Al contrario de una frase célebre de un griego clásico, que decía que hacer el ridículo era el peor pecado de un hombre sabio, nosotros argumentábamos que hacer el ridículo era una forma superior de conocimiento. Uno tiene a veces que avergonzarse de sí mismo (de lo que dijo o hizo la noche anterior, pleno de gin tonics) para saberse, para calibrar dónde están los límites de su inteligencia.
El cuerpo ya no aguanta hoy como ayer. Y cada recuperación es más penosa y más larga. El orgullo de hacer sobrevivido a otra resaca compite con una terrible mala conciencia que el alcohol da, apuntillada por las caras largas de tu mujer. Ibuprofeno por compasión, y te dices que no volverás a beber jamás.
Al final el dolor pasa, como una penitencia cumplida. El cuerpo está dispuesto otra vez, la sobremesa.
Nuestra rural (pero extraordinariamente sabia y con bastante mala leche. Nunca aceptó a nuestra mujer, por ser una ladrona del único varón de la familia, supuesto príncipe azul) abuela nos decía durante los largos veranos en el campo, cuando de jóvenes y solteros llegábamos a la casa de madrugada con los zapatos en la mano para que el muy centenario suelo de tablones de madera no crujiera: El que tiene una buena noche, tendrá un terrible día.
Nosotros oíamos eso, como una maldición, y huíamos espantados a nuestra cama, y con una gran mala conciencia.
Al final, sea tu abuela, tu madre, tu mujer y hasta tu hija (eso es peor), te terminan regañando. Qué haría la mujer sin regañarnos?
Pues echarnos mucho de menos. Ay, la mujer, animal romántico enfrentado a un animal brutal, el hombre.