Variaciones con coda, de Pedro García Cuartango
EN UNA AMIGABLE discusión anteanoche, Pedro J. Ramírez defendió el Twitter con el argumento de que, aunque la limitación de los mensajes a 140 carácteres es un condicionante simplificador, la comunicación entre miles de personas reviste al nuevo medio de un carácter coral.
He reflexionado sobre sus palabras y creo que tiene razón. Carece de sentido confrontar la vindicación de libros que yo hago con su apasionada defensa del Twitter. Son dos cosas distintas y complementarias si uno tuviera tiempo y energía.
Los argumentos de Pedro J. me han llevado a intentar contestar a la pregunta de por qué yo prefiero los libros a cualquier otro medio de comunicación. Diré de entrada que no creo que los escritores tengan superioridad moral sobre los periodistas o los fontaneros ni que los libros sean mejores que internet o Twitter. Creo incluso que he leído demasiados y que me bastaría haber profundizado en un centenar de ellos.
Lo que a mí me impulsa a leer con avidez es una motivación bien sencilla de entender. No es la búsqueda de una verdad superior ni la necesidad de la introspección espiritual. No es un deseo de apartarme del mundo como el de Montaigne en su torre ni tampoco un afán elitista de erudición. Lo que me mueve es el puro placer de abrir un libro y disfrutar de la magia de las palabras, un goce puramente sensual y una emoción indescriptible de revivir a través de otros lo que uno ya ha vivido o le gustaría vivir.
Leer para mí es un acto de nostalgia que siempre remite al pasado, al reeencuentro de una reminiscencia perdida, de una felicidad secreta e inefable. Yo he sido el Hans Castorp de La montaña mágica y he escrito cartas de amor a Madame Chauchat, he suplantado al intrigante y ambicioso Lucien de Rubempré de Ilusiones Pérdidas, he gozado en La cartuja de Parma con las intrigas de Mosca y Sanseverina y me he reencarnado en el diabólico Stavroguin de Los demonios.
Entre los mejores momentos de mi vida figura la lectura, pero también siento por el fútbol la misma pasión que por las letras, aunque reconozco que, de haber podido elegir, hubiera preferido ser Beckenbauer antes que Thomas Mann. Bien pensado, existen grandes afinidades entre una novela y un partido de fútbol. En ambos hay siempre una historia que contar y tienen un desenlace imprevisible, en el que juega el factor humano. La vida es literaria, el fútbol es vital.
Pero sobre todo hay en la escritura y en el fútbol una apelación al pasado y la nostalgia, a los paraísos perdidos de la infancia, que les convierte en géneros afines. La madalena de Proust es el equivalente al olor de los balones de cuero que acariciaba en la campa de los monaguillos en Miranda.
Esa exaltación que suscitan las últimas páginas de un libro que te atrapa es la que sentí cuando Iniesta marcó el gol ante Holanda o cuando, acompañado por Garci y Buruaga, vi al Mirandés ganar al Guadalajara el pasado domingo en el último minuto. T. S. Eliot lo dijo muy bien: todo tiempo está eternamente presente en un instante.