DE LA PROCACIDAD Y LA ESCRITURA
18-04-11
Dice Raúl del Pozo, heredero legítimo de la columna en su día más deseada - y mejor pagada- de la prensa española (la contra portada del diario El Mundo, donde Paco Umbral nos arrolló y fascinó con su nada sondable talento) que es legítimo en la escritura utilizar las palabras malsonantes, porque son la sal y pimenta de la prosa y así se evita caer en el peor horror estético de todos, la cursilería.
(En la cita de Raúl hemos añadido alguna cosa de propia cosecha. Para mejorarla, claro. Todo es mejorable, menos el infalible Fairy y la prosa de Umbral).
CJC, el Delator, escribía mucho mejores columnas que novelas. Ya casi nadie lee a CJC (excepto los estudiantes de bachillerato de Letras, La Colmena o así). Y uno de sus recurrentes y recurridos y ocurrentes artificios literarios era utilizar palabras malsonantes de forma más o menos graciosa y oportuna.
Tenía gracia CJC, menos cuando se dedicaba a conspirar y delatar para medrar con el franquismo, y sobre todo después de recibir el Premio Nobel. Si ya era vanidoso y engreído antes del premio, imagínense ustedes después. Insufrible. Menos mal que su primera mujer le puso los cuernos con el jerezano/cubano Caballero Bonald, autor de unas inolvidables Memorias. Premio Nobel, pero cornudo.
Arturo Pérez Reverte, ese escritor que tan sólo escribe buenas novelas para leer durante las esperas en el aeropuerto o cuando te achicharras en la playa, escribe unas columnas en el ABC de los domingos que están llenadas de palabrotas.
No comprendemos cómo alguien que ha tenido tanto éxito y ha ganado tanto dinero, siempre aparece cabreado en sus columnas. Que se tome una tila o un Lexatín, coño.
Desde que nacemos hasta que nos morimos, la sociedad pequeño burguesa (si al menos fuera burguesa de verdad) en la que vivimos, nos obliga a ser políticamente correctos, concepto abominable y detestable que hemos importado de los USA, como casi todo, desde los Levi`s 501 hasta las malolientes (e insanas) hamburguesas del Burger King o así.
Desde pequeños nos enseñan que hay ciertas palabras que no hay que decir. Nos machacan con ello. Nosotros encima nos lo tomamos en serio en su día, quizás porque tuvimos una educación muy espartana y austera, aunque repleta de amor y cariño.
En la vida real nos molestan sobremanera las palabras malsonantes. Creemos que es propio de gente de lenguaje limitado, o que son perezosos. Ahora somos nosotros los que regañamos a nuestros hijos si dicen palabrotas. Les decimos: En casa y delante de mí, ni una. Fuera de casa, haz lo que quieras y si quieres ser un persona vulgar y hortera. Que yo no te vea ni oiga.
La procacidad (demasiada limitada e inexacta la definición del diccionario de la RAE. Estos académicos sestean demasiado, sobre todo Juan Luis Cebrián, una ignominia que sea miembro de tal docta y muy centenaria casa. A ver si al gran Andrés Amorós, unos de nuestros mejores filólogos y críticos literarios, alumno del titánico Dámaso Alonso, consigue su sillón) o lo procaz o lo insensato, son legítimos instrumentos para escribir.
No conviene abusar, como Pérez Reverte, que se pasa un güevo y parte de otro, pero conviene usar.
La procacidad nos hace espabilar y despertarnos de la narcosis en las que nos tiene sumidos la señora Realidad, a la que queremos ignorar/olvidar de lo terrible que es hoy en día, la hijaputa.
El socialismo, lo izquierdón, nos quiere igualar a todos. O eso pretende, porque todos los hombre y mujeres somos individuos únicos, no robots o autónomas.
Para luchar contra esa plaga que es lo políticamente correcto, aceptada con el furor del converso por los izquierdones, acaso no hay mejor insecticida que lo procaz e irreverente.
A lo Voltaire, que entonces luchaba contra las supersticiones y la insoportable égida de lo religioso e inquisitorial, no hay nada mejor que la provocación, la exaltación y el talento de lo procaz en la escritura, para anular el fascismo propio de todo pensamiento único.
Fascistas, izquierdistas: que os den por el culo.
Vaya: hemos vuelto a ser procaces. No tenemos remedio.