El piso estaba situado encima de un bar de mala muerte, en un edificio muy antiguo de un barrio de las afueras del pueblo.
El portal de acceso al piso estaba justo al lado de la puerta de un bar. Entré a tomar un café para hacer tiempo, ya que faltaban diez minutos para que se cumpliera la hora de mi cita.
Entré en el portal, lúgubre, de paredes desconchadas y suelo sucio. Subí las escaleras de madera, ruidosas y desgastadas y accedí al primer piso. Toqué en la puerta. Poco después se abrió y un hombre joven me invitó a entrar.
El pasillo, largo, de paredes desnudas en las que ni tan siquiera un mal cuadro o una lámina barata cubría parte de su sucia superficie, daba acceso a su derecha a la cocina del piso.
-Te he llamado para que me hagas un presupuesto para cambiar los muebles y los electrodomésticos.
La cocina era un tugurio infecto en la que los pocos muebles estaban inclinados y los electrodomésticos eran tan viejos que al verlos yo dudé que pudieran funcionar correctamente.
No había nadie más en la casa. A mi pregunta, el hombre me contestó que vivía solo porque se había separado de su mujer hacía pocas fechas. Tenía ganas de hablar, yo le animé a hacerlo.
-Mi mujer, muchas noches, abandonaba nuestra casa y se iba con su querido. Yo intentaba evitarlo pero me era imposible, no me hacía ningún caso. Se iba y regresaba poco antes de la mañana. Yo me hacía cargo de nuestros dos hijos y de uno suyo de una relación anterior. Pensé en impedir a la fuerza que se fuera. Me sentía muy mal al pensar que estaba haciendo el amor con otro hombre mientras yo cuidaba de nuestro hogar. Pensé en pegarle para hacerle entrar en razón como último remedio. El miedo a acabar en la cárcel me contuvo: Si le pegaba, si le tocaba un pelo, una denuncia de ella acabaría conmigo ya que toda la fuerza de la maquinaria judicial se pondría en marcha para aplastarme.
Yo me sentía muy mal oyéndole. Lo que decía me resultaba conocido. Opté por seguir escuchando su relato mientras cogía las medidas de la cocina para realizar el presupuesto.
-Al final nos separamos.
-Creo que en ese caso era la mejor solución para los dos –dije.
-Sin lugar a dudas, ahora por lo menos no tengo que aguantar sus infidelidades. Vamos al comedor –dijo.
En el comedor no había muebles si exceptuamos un sofá más viejo y ajado que yo y una caja de fruta vuelta del revés que sostenía una televisión de tubo que, según dijo, no funcionaba.
-Me das precio para una televisión sencilla, esta está rota y la reparación seguramente me costará un dineral.
-De acuerdo –convine-. ¿Y cómo acabó la cosa con tu mujer? –pregunté picado por una curiosidad malsana.
-El juez concedió a mi mujer el piso del cual tengo que seguir pagando la hipoteca, a mis dos hijos, a su hijo de un marido anterior y una pensión alimenticia.
-Pero entonces no te llegará ni para comer con esos pagos tan injustos.
-Claro que no me llega, por eso vivo de alquiler en este cuchitril asqueroso.
-No veo justo, ni medio lógico, que un juez haya dictaminado algo tan perjudicial para una persona que no tiene nada de culpa.
-Por supuesto que no es lógico, pero las leyes, por desgracia están así, los hombres lo tenemos crudo, en estos casos no tenemos nada que hacer. Además resulta que mi mujer se acuesta con su querido en mi cama, en mi casa y en presencia de mis hijos. Esta situación no es de recibo. Estoy destrozado –dijo con la voz quebrada por la emoción y por la injusticia a la que se le había sometido.
-Esta situación por la que estás pasando me parece demencial.
-Reza para que nunca te pase a ti.
Salí de aquella casa con una sensación de vacío que no desapareció en todo el día.
Por supuesto el banco no le concedió el préstamo para poder realizar la pequeña obra en su casa.