LÁNGUIDA LUZ DE DICIEMBRE
01-12-11
Si en verano la luz es hasta obscena, dominadora e invasiva (insoportable), la luz del presentido invierno es insinuada, inusual, dócil y complaciente.
No por ser menos arrogante la luz, es menos.
De la misma forma que el hombre cauto, modesto y sencillo, no es menos que aquél que irrumpe insoportable en la velada levedad de nuestra vida, así la luz de otoño e invierno tampoco son menos.
Seguramente, son mucho más.
Lo obsceno es la afirmación violenta (y macarra) de lo inseguro.
La luz de verano arrasa con cosechas, maldice y aniquila las flores y las hierbas silvestres, causa muertes de enfermos y viejos deshidratados, que olvidaron su proletaria gorra en su proletario piso de barrio de proletario pensionista, y no se acordaron que a cierta edad, beber un simple vaso de agua salvadora, supone la diferencia entre vivir un poco más, o morir un poco para siempre.
La luz de Diciembre es muy otra.
Débilmente cálida, susurrante, como una presencia sentida pero no sabida, la notamos en la piel, que ya olvidó la agresión intolerable del verano, todo uno pringado de cremas de protección solar, cuando resulta que el alma nunca encuentra protección ante tal salvaje y continuado ataque.
La luz de diciembre es un milagro. Es una ninfa esquiva que se esconde por las esquinas de los altos edificios de la gran ciudad.
Juguetona, traviesa e infantil, esa luz se nos insinúa, y cuando justo estamos a punto de paladear y gozar su gracia, calor y candor, desaparece, dejándonos tristes y solos.
Luz que no es capaz de calentar nuestra alma, inconsolable al comprobar la brutalidad de la vida, pero que ilumina nuestra inteligencia, masajea nuestro cuerpo, alimenta nuestro espíritu.
Es propicio y conveniente dejarse llevar por la luz de invierno, como esos lagartos hibernados que salen atónitos y dormidos de sus cuevas y escondrijos, al olor de la inodora luz.
Fácil es sentarse en una terraza debidamente orientada, pedir un café, una cerveza, un vino, un gin tonic, depende de la hora. Mejor solo que acompañado, porque así uno no se distrae de sí mismo, y se concentra y se piensa.
Días fríos pero soleados, con vientos de acero y hielo de la cercana sierra, que dejan impoluto el cielo de gases y maldiciones, y uno respira profundo para que el ozono limpie hasta el último pensamiento negro.
Y entonces aparece esa luz deseada. No hace falta gorra, si acaso una gafas de sol para que la luz todopoderosa no nos deslumbre y no nos ciegue. Y nos dejamos llevar por el murmullo y el arrobo de la luz: balanceados, acariciados, levitados, suavemente zarandeados.
La lánguida luz de Diciembre no nos enlanguidece. La languidez, esa cosa tan romántica, literaria y autodestructiva, que sólo se podía superar con sustancias tan nocivas como el opio o la absenta, que enloquecía a los incautos, no es un estado deseable, porque conduce al nihilismo, a la molicie y la nada creadora inacción.
En cambio, la lánguida luz de Diciembre es la mejor compañera para los paseos pausados de los domingos, y para la marcha militar del trabajo de entresemana.
Si algo tiene Madrid y nuestra querida España, es lánguida luz de diciembre, al contrario que otras ciudades europeas que hemos visitado o en donde hemos vivido, y el otoño y el inverno es una sucesión implacable y cruel de borrascas y nubes, que abusan de la ninfa luz, y nos la escamotean y nos la roban.
La ninfa luz acaso es la mejor compañera para estas fechas. Nada pide, nada exige. No habla, no chilla, no reprocha. Pero sonríe, acaricia, nos calienta y nos alienta y hasta nos da más vida.
Ninfa luz que tendemos a ignorar durante la semana, hasta que un día decimos basta, y nos sentamos un buen rato en el banco de un jardín y nos dejamos llevar por su esplendente compañía.
Luz lánguida de Diciembre, compañera, amada, deseada.