No creo que el debate sea este. Ni mucho menos cuestionar la inmensa labor, el esfuerzo y entrega de nuestro actual Rey, en pro de una España moderna, democrática y con un gran futuro por delante.
En un anterior artículo, fallos imperdonables de nuestro sistema de Estado, en el que exponía algunas cuestiones que deberían de ser objeto de revisión para un mejor funcionamiento de las instituciones, dejé para más adelante este tema, que por su transcendencia y elevadas controversias, es objeto de falsas e interesadas interpretaciones.
Para mi el debate se debe de dar en el contexto actual, es decir en el siglo XXI, donde la sociedad no tiene ya nada que ver, con nuestros antepasados y sus circunstancias. Donde la cultura y el conocimiento alcanzados, ya no admiten diferencias entre personas por sus orígenes, por su sexo, por sus creencias, por sus opiniones o cualquier otra condición, circunstancia personal o social. Aquí es donde está, para mi, la clave de que la monarquía tal y como la entendemos, ya no tiene lugar de ser. Nadie, absolutamente nadie, puede nacer con unos privilegios absurdos, anacrónicos y diferenciadores de otros semejantes. Así pues, la persona encargada de ostentar la máxima representación de nuestra nación, debe de ser aquella libremente elegida por todos, en la que concurran circunstancias y méritos suficientes para tal menester, entre quienes podría estar el legítimo sucesor. Eso sí, compitiendo como un ciudadano más para la ocasión y si gana que lo sea en calidad de Jefe de Estado o Presidente, nunca como Rey, palabra de connotaciones diferenciadoras y agraviantes.
Por tanto, la figura del Rey, en un futuro no muy lejano, debería de quedar reducida a un recuerdo histórico, incorporada a nuestro patrimonio cultural y como un titulo más de la llamada nobleza, con un cometido puramente representativo, honorífico y memorístico.