Hoy, sin que sirva de precedente, me voy a poner un pelín sentimental. Si hay algo que me chifla en esta vida son los trenes. Ya veis, otros pierden el culo por los vehículos de asfalto, a mí lo que me mola es ver esos trastos del siglo pasado serpentear por la geografía. Mi mujer y yo elegimos nuestra actual vivienda porque tiene estación de tren a dos pasos y buena combinación de horarios entre semana. Y mi hijo de cuatro años empezó a hablar diciendo, por este orden: papá, mamá y tren. Bueno, mi mujer discutirá sobre las dos primeras, pero estamos de acuerdo en la tercera. El nene, como su padre, cree que los trenes forman parte del paisaje como las vacas y los tendidos eléctricos.
La semana pasada, la ministra Pastor anunció una reestructuración del sector ferroviario para dar entrada a nuevos operadores y una de las novedades es, precisamente, la caída de la empresa pública Ferrocarriles de Vía Estrecha (FEVE) que, si no vivís por el Cantábrico o en Murcia, seguramente os sonará de poco. Como es lógico en este tipo de entes, FEVE pierde dinero a espuertas, aunque no tanto como RENFE, y parece obvio que una reorganización no le va a sentar mal al servicio. Eso quiero pensar.
Que nadie crea que tengo acciones o amigos en FEVE pero es justo decir que hay un abismo entre el funcionamiento de la vía estrecha y el de la red gestionada por RENFE. Desde que fueron privatizadas, FEVE no ha parado de hacer inversiones en renovación de tendidos eléctricos, vías, accesos mecanizados y vagones –de acuerdo, lo han hecho con el dinero de todos, pero igual que casi todo el IBEX-. Se han preocupado de reordenar líneas con trayectos directos entre poblaciones grandes, demostrando que, en muchos casos, el tren compite perfectamente con el coche en precio, tiempo y prestaciones. Además, han sacado líneas de negocio novedosas –y, sobre todo, de pago - como el Transcantábrico o el Tren de la Robla y, de vez en cuando, hacen algo de caja vendiendo material a países del otro lado del charco. Por el contrario, RENFE –al menos en lo que afecta a Cantabria-, sigue funcionando con trenes de hace 30 años –igual de feos e inaccesibles que siempre-, sigue recortando frecuencias y todavía mantiene la figura del revisor como el principal garante del cobro y la disciplina en ruta. No hablo del tema de la catenaria y de los accesos mecanizados porque ese tema va por ADIF, el operador de infraestructuras. El caso es que el mismo servicio público es prestado de forma radicalmente distinta según el operador, ya que mientras a FEVE le ha sentado muy bien el estilo de la empresa privada, RENFE sigue enseñando los mismos tics de los entes públicos: falta de creatividad, nula capacidad para diseñar un modelo de negocio decente, recortes de frecuencias que restan competitividad al tren, revisores con cara de enterrador… Con esas maneras, es imposible e indeseable que un servicio colectivo se sostenga con el dinero del contribuyente.
No creo que veamos grandes protestas con el tema de los trenes, más allá de lo que propongan los sindicatos del ramo. Y es que el transporte público es un reflejo de la poca inteligencia colectiva que tenemos como país, como decía en el artículo anterior. Nos encanta entrar en el centro de las ciudades para volcar nuestros instintos más básicos en un buen atasco. Nos pone a cien ver el precio del combustible comerse nuestro apretado presupuesto mensual. El coche es como nuestro perfil de Facebook: nos permite dar una imagen que jamás podríamos tener en nuestra fría y mediocre vida de a pie.
Es una pena que nadie vaya a soltar una lágrima por el transporte ferroviario. Y mucho menos en el Gobierno, donde ya me gustaría que aplicaran el mismo rasero a las televisiones y a otros servicios que dicen ser públicos pero no generan, ni de lejos, la rentabilidad social y las externalidades positivas que es capaz de sacar el tren.
R.I.P. FEVE. R.I.P. Tren.
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