Si en algo están de acuerdo los economistas es en que el mercado, a veces, falla. Esto no es una declaración ideológica, simplemente es una constatación científica. La discusión viene después, cuando hay que buscar soluciones a esos fallos: algunos proponen reformas estructurales, otros optan por trabajar a golpe de normas y recaudación y algún descarriado sugiere no hacer nada para no empeorar las cosas. Entre ellos, los que creemos que nunca se debió rescatar a ninguna entidad financiera.
Pues bien, la ley de la oferta y la demanda se estrella ante las siguientes situaciones reales:
La competencia imperfecta
Los científicos, por una cuestión metodológica, tienen la manía de empezar a investigar partiendo de supuestos tan básicos como increíbles. Los físicos tienen la ventaja de poder simular en sus laboratorios condiciones perfectas de presión y temperatura para luego ver qué ocurre ante alguna variación. Los economistas, sin embargo, tienen que apañarse con la inferencia estadística y los modelos econométricos porque no se puede pedir a los agentes económicos que hagan una paradita técnica en la producción y el consumo. Así que, como hipótesis para empezar a trabajar, los primeros economistas tuvieron que hacerse a la idea de que todo era perfecto, a saber: que nadie tiene poder para imponer precios, que la mercancía en cuestión no está contaminada por el marketing, que cualquiera puede entrar y salir del negocio y – agarraos – que todos los interesados disponen de toda la información necesaria para tomar decisiones racionales.
Ni que decir que, aunque algún que otro mercado se puede acercar al esquema anterior, lo normal es que una de las partes tenga más poder que otro, que los productos en juego no son homogéneos – por tanto, el precio no es la única variable relevante, lo cual complica el estudio-, que existen barreras para entrar y/o salir en el mercado y, por supuesto, que la desinformación campa a sus anchas. En algunos casos, la barrera financiera y la existencia de economías de escala -cuanto más grande más eficiente- justifica que el Estado se haga cargo del suministro de ciertos servicios en régimen de monopolio natural. Es lo que ocurría con la energía, las telecomunicaciones o el ferrocarril hasta que se privatizaron las empresas públicas del ramo y se permitió la entrada de nuevos participantes con la buena voluntad de mejorar la eficiencia y, de paso, hacer caja. Pero, como ya sabemos, esto no evitó la aparición de pactos de caballeros -oligopolios- ni de estrategias de precios discriminatorias. ¿Me ayudáis a encontrar ejemplos ilustrativos?
Las externalidades negativas
Una externalidad viene a ser como un efecto secundario. Los hay positivos, como los generados por la educación, la sanidad o el transporte público. Pero las que preocupan son las consecuencias negativas de algunas actividades productivas -como la contaminación o el colapso urbanístico- o sobrevenidas por el consumo -como el tabaco o el juego-. La solución tradicional a este tipo de fallos viene de la mano de los impuestos especiales y de las leyes secas (vamos, de la prohibición). Pero, desde hace tiempo, se está empezando a apostar por soluciones mercantilizadas, como ocurre en el caso del comercio de derechos a contaminar, no exento de debate.
Los bienes públicos
Por último, sucede que hay bienes y servicios que pueden venirse a menos si se les acumulan los clientes (rivalidad). Es el caso de la educación y la sanidad, pero también de las piscinas comunitarias o de las bibliotecas. Es fácil entender que cuantos más alumnos tenga un aula, peor será la atención prestada a cada uno de ellos. Lo mismo con los pacientes en las salas de espera de los centros de salud o los usuarios que hacen cola por darse un baño o encontrar un hueco para estudiar. Este problema se puede resolver por un módico precio y, por eso, no es necesario que todas las piscinas y las bibliotecas tengan que ser de titularidad pública, aunque sean bienes comunes. El problema viene cuando el suministrador opta por reservarse el derecho de admisión y quedarse con los clientes más interesantes (exclusión). Este riesgo justifica en parte que las administraciones públicas se hagan cargo de la prestación de servicios considerados como universales, aunque no garantiza que al contribuyente le salga más barato lo público que lo privado, como sería lógico por la existencia de economías de escala. Otro ejemplo de bien público es el transporte colectivo de cercanías, que se justifica porque el mercado no llega donde no hay rentabilidad. Sin embargo, el valor que los gestores públicos conceden a este servicio es tan pequeño que pueden darse contradicciones dignas de estudio: líneas de cercanías infradotadas que provocan un efecto disuasorio en el usuario, líneas rentables explotadas en cómodo monopolio, infraestructuras faraónicas, innecesarias y carentes de rentabilidad que dejan sin servicios mínimos a poblaciones pequeñas y medianas.
Espero que este post ayude a matizar esos debates dogmáticos que no llevan a ninguna parte: nadie puede decir con la bocaza bien abierta que el mercado es infalible, pero tampoco está nada claro que las Administraciones Públicas tengan las soluciones a los fallos.
Próxima semana: Parte de crisis. Por supuesto, si Dios y los Estados Unidos lo permiten.
S2.