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El Aburrimiento: Una perspectiva económica
                            Fernando Esteve Mora
 
 
Según las últimas informaciones, en 2007, el español medio se tiró 223 minutos diarios apoltronado delante de la televisión, siete minutos más que en 2006. Cierto que hay diferencia entre regiones y clases sociales (los de clase alta la ven 191 minutos diarios, los de media unos 212 y los de baja , 239), así como por sexos (las mujeres, 306 y los hombres, 205) y por edades (aumentando el consumo con la edad).
 
Pero en cualquier caso, ver la televisión es para la familia española media su gran fuente de entretenimiento como sin duda también lo es para la mayor parte de las del resto del mundo que tienen acceso a un televisor. Para las generaciones que tienen menos de cuarenta años no hay nada anormal en ello pues, a fin de cuentas, en su inmensa mayoría, "nacieron" en casas donde la llamada "caja tonta" ocupaba ya el lugar central en las salas de estar o en los comedores lo que había obligado, como recordamos los que tenemos más de cincuenta años, a una remodelación del espacio de esos cuartos de forma que las sillas y sillones dejaron de distribuirse en forma más o menos circular dejando un sitio para el aparato de radio (distribución que favorecía y era congruente con la comunicación interpersonal multidireccional) para pasar a situarse cara al televisor que ocupó desde entonces el lugar privilegiado, central, desde donde provino unidireccionalmente la información, el entretenimiento y la diversión.
 
De esta manera tan simple, un pequeño "cambio técnico" en la "función de producción doméstica" como fue la televisión produjo sin embargo un profundo cambio social de enormes repercusiones: los miembros de las familias pasaron de ser interlocutores los unos para con los otros a ser receptores de lo que les llegaba a través del televisor. Era este el penúltimo cambio en las formas de entretenerse en familia, antesala del que parece ser el auténticamente "último" cambio que viene marcado por la multiplicación de televisores en los diferentes dormitorios y la aparición de los ordenadores personales, lo que se traduce simple y llanamente en la desaparición del entretenimiento en "familia": cada miembro de la familia se conecta por su cuenta a alguno de esos "medios" de comunicación (sic) y "disfruta" aisladamente.
 
 
Mucho han cambiado las cosas en esto del entretenimiento familiar en los últimos 200 o 250 años. Lewis Mumford nos da una pista cuando comenta que en el siglo XVII, "un buen burgués londinense como Samuel Pepys, hombre práctico, administrador empeñoso, escogía sus sirvientes en parte por el hecho de que tuvieran buena voz, de modo que por las noches pudieran sentarse con la familia y tomar parte en el canto doméstico". Y Mumford agrega: "estas gentes no se limitaban a escuchar música en forma pasiva; también podían producirla". El tocar algún instrumento, el componer música no eran actividades y tareas restringidas a una minoría de artistas sino que era habitual que todo el mundo aprendiese a tocar un instrumento para amenizar las veladas familiares. Y lo mismo que con la música se puede decir de otras formas de diversión de tipo, digamos, "escénico" como pueden ser contar historias, cotillear sobre los vecinos o montar pantomimas. No es exagerado suponer que todos los miembros de las familias participaban en mayor o menor grado y según sus capacidades y aptitudes en esas diversiones familiares.
 
La "producción" autónoma y colectiva de la diversión familiar se extendió hasta bien entrado el siglo XX cuando el sucesivo surgimiento y difusión del fonógrafo, del cine, de la radio y de la televisión fue sustituyendo esa producción propia de música, narraciones, espectáculos y demás formas de "divertimento" familiares por las producciones y creaciones de "artistas" y "expertos" que las ponían a la venta en los mercados del entretenimiento. De ser en mayor o menor grado creadores la inmensa mayoría se convirtió en espectadores.

 

 

Algunos historiadores económicos han señalado la gran "descualificación" que supuso la revolución industrial para los trabajadores del Antiguo Régimen. La introducción de los procedimientos maquínicos en sector tras sector significó que la demanda de trabajo se redujo cada vez más a la demanda de mera "fuerza de trabajo", es decir a la demanda de la sola capacidad para ejecutar una serie de movimientos simples y monótonos siguiendo el ritmo repetitivo que imponían las máquinas. Los trabajadores de las nuevas fábricas estaban así en las antípodas en términos de capacitación respecto de los artesanos de los talleres del Antiguo Régimen. En tanto que para ejecutar su trabajo un artesano requería del aprendizaje, asimilación y desarrollo de habilidades manuales e intelectuales a veces extraordinariamente complicadas que exigían de largos años de formación pasando del grado de aprendiz al de oficial llegando por fin al de maestro, para realizar su trabajo a los obreros industriales se les exigía, por contra, una elevada cantidad de un curioso recurso: el "capital humano", que se podría definir como la capacidad de doblegar sus cuerpos de forma que, a lo largo de toda la jornada de trabajo, se mantuvieran en las posturas y acoplaran sus movimientos a las "necesidades" de las máquinas. Ser apéndices de las máquinas, ése era su único aprendizaje y especialización. "Descualificación" por un lado y "capitalización" por otro que pronto, no obstante, se reveló extraordinariamente productiva y rentable en la medida que la estandarización de los movimientos permitió la incorporación de más y más máquinas a los procesos productivos con el consiguiente aumento en las producciones de cada vez más bienes, en suma, el crecimiento económico tal y como hoy lo conocemos.

 

 

 

 

Pero lo comentado más arriba respecto a las transformaciones en las diversiones familiares lleva a pensar que, paralelamente a la "descualificación" como trabajadores, la sucesiva serie de "revoluciones industriales" que han ido aconteciendo desde los ya lejanos tiempos de la primera ha ido produciendo indirectamente otra descualificación: la de los individuos como consumidores. Y no sólo en el terreno de la diversión y el entretenimiento parecen los individuos haber "optado" por convertirse en consumidores pasivos, en meros apéndices últimos -o sea receptores- de lo que las máquinas les ofrecen ya tan digerido y acabado que sólo requiere ser deglutido.
 
También ha sucedido algo muy similar en otros campos del consumo. Por ejemplo, no hay que ser demasiado suspicaz para darse cuenta de que la pantalla del microondas juega en la cocina un papel similar al de la pantalla del televisor en la sala de estar. Cierto, en la cocina está también la "cocina" como aparato, con su gran horno, sus quemadores, rustidores y demás parafernalia cada vez más complicada que permite la confección de platos increíblemente complicados y promete delicias culinarias sin cuento; pero, al igual que sucede con los libros que adornan la biblioteca omnipresente en toda sala de estar y que suele rodear la urna, la capillita casi religiosa donde se aposenta el televisor, las más de las veces todo ese aparataje en la cocina está de eso: de adorno. La pizza y ese engendro moderno: la tortilla de patatas precocinada campan por sus respetos.
 
Y ¿qué decir del arte de la confección de la vestimenta? La máquina de coser, herramienta habitual de las casas hace 50 años, prácticamente ya ha desparecido, y con ella también las agujas de tejer. Nuestros armarios y vestidores están increíblemente bien surtidos de todo tipo de pantalones, faldas jerseys, chaquetas y abrigos, todos, eso sí, comprados ya acabados, ninguno hecho siguiendo los propios gustos, caso de que tal cosa exista. Y, ya para acabar esta lista que podría prolongarse aún más, otro ámbito donde la producción externa ha expulsado al consumidor autónomo ha sido el del adorno del hogar. De la inexistencia total hace una veintena de años ha surgido como de la nada una nueva profesión de éxito: el decorador de interiores, "experto" en nosotros (recuérdese el slogan publicitario de hace unos años de unos grandes almacenes que tenían la desfachatez de asegurar que eran "expertos en ", lo que por cierto da un poco de miedo: ¡mira que si es verdad!) al que compramos su gusto para decorarnos el espacio en que se ha de desarrollar nuestras vidas. Y si no tenemos suficiente dinero para ello, no hay problema, Ikea está ahí para que por un precio mucho más módico nuestra casa sea igual de diseño, igualita, igualita, que la de los vecinos. ¿Exagero mucho si digo que la única contribución auténticamente personal a la decoración de nuestras casas suele reducirse en verdad a esas hojas pegadas con imanes de Ikea en la puerta del refrigeradores en que aparecen los primeros garabatos y dibujos a colores de nuestros hijos felicitándonos nuestros cumpleaños?
 
 
¿Cómo enfocar todos estos cambios desde la Economía? Para los economistas las actividades de consumo que se hacen dentro de la unidad familiar son unas actividades enteramente similar a las de producción que se hacen dentro de las empresas. Los consumidores realmente no consumen los bienes que compran. Esos bienes son como las materias primas que compran las empresas, y como hacen éstas, los consumidores los procesan o transforman, es decir, los combinan con su tiempo y otros recursos para obtener unos "bienes" finales (a los que Kelvin Lancaster llamaba "características" y Gary Becker, "actividades"), que son los que realmente se consumen y producen satisfacción, bienestar o utilidad. Con un par de huevos, sal, aceite, platos, energía, tiempo y una habilidad mínima para no quemarse ni quemarla se hace en la "función de producción doméstica" de esa "fábrica" llamada cocina una tortilla francesa más o menos comestible.
 
Desde esta perspectiva, los cambios en las formas de consumo a que se ha hecho referencia en el párrafo anterior no serían otra cosa sino cambios en las "técnicas de producción" de esas características o bienes auténticamente finales que realmente consumimos, cambios pues en las técnicas de consumo. A lo que habríamos asistido en los últimos decenios sería, como se ha dicho, a la sucesión de fenómenos sociales asociados a los cambios que habrían sobrevenido a las unidades domésticas conforme fuesen pasando de técnicas de consumo muy intensivas en tiempo y que exigían cualificaciones especiales más o menos artesanales (p.ej., la técnica de tricotar para hacerse un jersey) a técnicas menos intensivas en tiempo y más en bienes ya acabados (p.ej., calentar una pizza ya comprada lleva mucho menos tiempo que hacerse una pizza a partir de sus ingredientes) , e incluso se habría producido en muchos casos el fenómeno del outsourcing, es decir, el abandono por esas "empresas" peculiares llamadas familias de toda una serie de actividades que antes eran de su incumbencia dejándolas en manos de proveedores externos. Tal cosa habría sucedido, por ejemplo, con la diversión como se ha señalado antes o con la educación de los hijos, hoy ya dejada enteramente en manos de educadores profesionales, y también con buena parte de las actividades de restauración en la medida que las comidas principales se hacen muy frecuentemente fuera del hogar.

 
La razón para estos cambios en las técnicas de consumo habría que buscarla desde el análisis económico en la concurrencia de dos fenómenos: por un lado, el incremento en la productividad del trabajo, y, por otro, la limitación ineludible de tiempo, el hecho de que los días sólo tienen 24 horas. El que la productividad del tiempo de trabajo crezca se suele traducir en el ascenso en la remuneración del trabajo lo que significa que el coste de oportunidad de las otras formas de usar el tiempo que no sea trabajando crezca de la misma manera, o sea, que conforme crecen los salarios aumenta el coste de oportunidad del uso del tiempo en las actividades de consumo.
 
El resultado o efecto total de ese incremento depende de la importancia relativa de, por un lado, el efecto sustitución, que lleva a dedicar más tiempo a trabajar y a disminuir por lo tanto en la misma medida el tiempo dedicado a las actividades de consumo (ya que el total ha de sumar 24 horas cada día) pues estas últimas se habrían encarecido relativamente; y , por otro, del efecto renta, que por contra lleva a incrementar el tiempo destinado al consumo para así disfrutar de la mayor cantidad de bienes que se pueden comprar gracias al ascenso en la remuneración del trabajo. El resultado de ambos efectos sería en principio indeterminado, dependiendo en cada caso individual de las preferencias de cada persona entre el ganar más dinero y el ocio, si bien los datos apuntan a que en la actualidad se asiste a un crecimiento en la cantidad de tiempo dedicada por término medio al trabajo remunerado o actividades relacionadas con él (p.ej., el tiempo "perdido" en ir y volver al "curro").
 
Pero en cualquier caso, aumente o no el tiempo de trabajo para un individuo determinado, disminuya o no el tiempo destinado a sus actividades de consumo, lo que está claro es que en éstas se ha ido produciendo un cambio hacia técnicas más intensivas en bienes acabados y menos en tiempo siendo la razón de ello el que el número de bienes de consumo en el mercado se multiplica increíblemente en el curso del crecimiento económico, de modo que aunque el tiempo disponible para las actividades de consumo en su totalidad no decreciera, ese tiempo habrá de ser repartido entre el mayor número de "actividades" de consumo que posibilita el aumento de bienes de consumo fruto del crecimiento, con lo que la única solución que queda consiste en economizar el tiempo que puede dedicarse con exclusividad a cada actividad concreta. Dicho de otra manera, la riqueza nos "obliga" a convertirnos en consumidor pasivos y ajetreados, no hay otro remedio cuando uno tiene demasiados bienes para consumir. Como señaló Staffan B.Linder en un ejemplo muy citado, hoy políticamente incorrecto pero deliciosamente descriptivo de lo que se consideraba buena vida allá por los comienzos de la década de 1970, "el hombre moderno se encuentra a sí mismo bebiendo café brasileño, fumando un cigarro holandés, saboreando un coñac francés, leyendo The New York Times, escuchando un Concierto de Brandemburgo y entreteniendo a su esposa sueca- haciéndolo todo a la vez y con distintos grados de éxito".
 
 
Que esta situación, a la que se ha llamado "efecto Linder", es real y común y explica muchas situaciones y fenómenos sociales y económicos contemporáneos está fuera de duda. El efecto Linder estaría actuando siempre que alguien normalmente para justificarse por no haber hecho algo, por haber descuidado una actividad o por recurrir a que otros le hagan algo, acude al expediente de señalar que "es que hoy no hay tiempo para nada". Cierto, pero, sin embargo, está por un lado el incuestionable hecho de que el tiempo no se ha hecho más escaso: los días siguen teniendo 24 horas, y, por otro, está el problema que plantean los datos mencionados al principio. En efecto, ¿cómo se puede compaginar eso de que hoy no hay tiempo para nada resultado de la multitud de actividades de consumo a las que ahora han de hacer frente los ajetreados consumidores con el hecho de que el español medio se tira 56 días y 12 horas al año viendo la televisión? Está claro que ha de haber algo más que el efecto Linder en el análisis del consumo .
 
 
Fue un economista Tibor Scitovsky quien dio un paso adelante en un libro que los economistas académicos más formales -o mejor, "formalitos"- despreciaron por no tener aparataje matemático pero que fue considerado por un panel de expertos convocados por The New York Times como merecedor de ocupar un puesto entre los 100 libros más importantes del siglo XX. En él, Scitovsky mezclaba Psicología y Economía con el objetivo de afrontar el análisis de un problema que consideraba de fundamental importancia social: la insatisfacción de los consumidores, una de cuyas expresiones más conspicuas y socialmente de consecuencias más funestas era el aburrimiento.
 
A partir de estudios psicofisiológicos, Scitovsky consideró que hay dos fuentes de malestar: demasiado nivel de un estímulo provoca dolor pero, por otro lado, demasiado poco estímulo provoca aburrimiento. Habría, por lo tanto, dos fuentes de de bienestar: la reducción en el nivel de aquellos estímulos que están por encima de su nivel óptimo y el incremento de aquellos que están en niveles subóptimos. Dicho de otra manera, dos impulsos guiaban el comportamiento humano; la búsqueda del confort, que atenuaba el dolor, y la persecución de aquello que aumenta los niveles de excitación. Y aquí Scitovsky señalaba la importancia de lo novedoso como fuente de estímulo. Fruto quizás de nuestra larguísima etapa como cazadarores-recolectores los seres humanos hemos desarrollado un sistema nerviosos que responde a la diferencia, a lo que se separa de lo habitual, a lo novedoso. Ahora bien, lo novedoso puede ser incomprensible o inasimilable, físcoa o psicológicamente, y en esa medida dañino, en consecuencia "hacerse"con algo realmente nuevo, distinto, entenderlo o asimilarlo, requiere el aprendizaje de habilidades, requiere ser un consumidor activo.
 
Baste para entender de qué va esto el ejemplo de las visitas a los museos, hoy tan de moda en todo paquete turístico. Pero uno sólo tiene que ver las caras de la mayoría de los visitantes para darse cuenta de que, con absoluta certeza, la mayoría no ve nada, miran sin ver: son espectadores. Entender de pintura lleva su tiempo y esfuerzo, y eso es costoso. Por ello, la mayoría de quienes engordan la cifra de visitantes a los museos van allí porque les toca. Y allí, leen lo que les dice la guía que han de mirar, leen quién ha pintado el cuadro y su título. Ponen la cara que creen que ha de poner un entendido...y a otro cuadro, y así hasta que los pies duelan, y luego, pues nada, a comprar el recuerdo que en el fondo es lo que importa para que los demás sepan que uno ha estado allí, hacerse la foto en la entrada y a tomarse algo que ya está bien de cultura.
 
El placer, el bienestar, surgían de la adecuada mezcla de la consecución de ambos objetivos. Demasiada novedad o estimulación producía malestar, pero por otro lado, mucho confort se traducía en falta de excitación, en aburrimiento, y malestar. Ahora bien, las sociedades ricas, decía Scitovsky, producían unos elevados niveles de confort para sus miembros pues reducían las fuentes de "dolor" asociadas a la insuficiente satisfacción de necesidades al poner a su disposición una plétora de bienes: alimentos, alojamientos, vestidos, medicinas, etc., etc. Pero el placer procedente de la consecución de niveles crecientes de confort tiene poco recorrido. Al reducir el nivel de estimulación, nuestras decisiones en persecución de mayores niveles de confort conducen de modo directo a la otra fuente de malestar: el aburrimiento.
 
Cierto que la opulencia acaba con los nada confortables estímulos de las necesidades insatisfechas, pero los humanos hemos evolucionado para encontrar placer en la lucha para satisfacer esas necesidades, en los desafíos, llegando incluso a sentirnos insatisfechos cuando las tenemos cubiertas: ya no tenemos entonces por qué luchar. Como se ha dicho, sólo las novedades serían capaces de proporcionar una estimulación adecuada en la medida que plantean un desafíos, retos que los cada vez más pasivos y descualificados consumidores modernos serían incapaces de afrontar con lo que la amenaza del aburrimiento pendería sobre las cabezas de los ricas poblaciones de las sociedades desarrolladas.
 
 
Cuatro son las vías que esas sociedades parecen haber adoptado para combatir ese problema del aburrimiento. La primera es la de la manipulación química directa: el consumo de drogas y estimulantes es, obviamente, el camino más directo para aumentar los niveles de excitación nerviosa o reducir la consciencia del malestar y a él se han entregado consecuentemente gran número de personas despreciando sus consecuencias físicas y psicológicas a largo plazo. Obsérvese que tal solución es consistente con el proceso de descualificación mencionado antes. Combatir el malestar del aburrimiento consumiendo o bien estimulantes o bien tranquilizantes que adormezcan la consciencia del mismo es usar de una técnica de consumo altamente intensiva en "bienes" y por tanto plenamente moderna para hacer frente al problema.
 
La segunda alternativa al aburrimiento es la realización de actividades delictivas/ilegales/violentas de baja intensidad sin ningún objetivo económico/político. Con ellas también se siente un "subidón" como, por poner un ejemplo, tan bien conocen los jóvenes que los fines de semana se engarzan en peleas callejeras o se dedican a diferentes formas de vandalismo urbano.
 
 
Las dos formas siguientes son de caracter más general y, además, socialmente aceptadas e impulsadas. Una de las razones de que el crecimiento económico sea incapaz de generar placer o bienestar de modo continuado es que el crecimiento, por sí mismo, genera insatisfacción y aburrimiento por el simple hecho del acostumbramiento. En efecto, una de los grandes beneficios que se apuntan en la cuenta del crecimiento desde el punto de vista económico convencional -por llamarlo de alguna manera- es que gracias a él el uso de bienes que una vez fueron novedosos o especiales se generaliza, se difunde por toda la sociedad, pero desde la nueva perspectiva que inaugura Scitovsky, lo que hace el crecimiento económico es convertir novedades en conforts, con las implicaciones que ello tiene. La novedad que fue el frigorífico, la televisión o el automóvil para las generaciones que vieron su surgimiento deja de serlño para las siguientes que nacen en una sociead donde esos objetos son de uso tan corriente que forman parte tan habitual de la realidad que ni se ven ni se aprecian (mientras funcionen, eso sí). Lo más novedoso y estimulante en la vida de una persona que puede ser el surgimiento del amor que convierte a otra en única e insustituible tampoco resiste el paso del tiempo. El acostumbramiento, la cotidianidad, la habituación, trabajan incansablemente a favor del aburrimiento.
 
Una tercera vía para atacarlo buscaría en consecuencia luchar contra la habituación y el cómo consistiría, simplemente, en fomentar el Cambio por el Cambio, o dicho de otra manera, la creación contínua de "novedades" en todo momento y en todo lugar. Bertrand Rudofsky, uno de los críticos de las formas modernas de vida y consumo más írónicos, describía así el proceso: " para impedir la insatisfacción con las criaturas del confort, hemos venido a dar en el cambio. Antes de que lleguemos a conocer qué es lo que nos está afligiendo, el objeto de nuestra decepción ha sido expulsado y uno nuevo pasa a ocupar su lugar. Dependiendo de la fuerza de la publicidad o 'de lo que se dice por ahí', descartamos bienes perfectamente útiles -ya sean automóviles, esposas o políticos- a cambio de otros nuevos pero no probados. El nuevo coche testifica cuán próspero es uno así como la nueva esposa la propia exhuberancia hormonal, siendo los méritos específicos de uno y de otra de importancia secundaria. El cambio se convierte en una promesa de felicidad y que, dada su naturaleaza tan de corto plazo, le va idealmente a un mundo como el nuestro que se mueve a tan gran velocidad...Hemos tratado de prolongar el cambio indefinidamente organizándolo sobre una base permanente. La moda, por ejemplo, no es sino cambio preparado y controlado; la moda y el aburrimiento son mutuamente interdependientes. Donde el aburrimiento no es endémico -como ocurre en los países no industrializados- las modas no prosperan".
 
Y lo que Rudofsky dice de la industria de la moda se puede decir de toda la industria del entretenimiento. Sus respectivas producciones son siempre calificadas como novedades , pero debería estar meridianamente claro que unas novedades que se preparan, que se producen siguiendo un diseño prestablecido, dejan de ser por ello mismo estrictamente novedades pues les falta el componente esencial de la sorpresa: son pseudonovedades.
 
Es por ello que, para que el aburrimiento no acabe venciendo y ocupando todo el territorio, el cambio se ha de acelerar y magnificar como si realmente se asistiera a algo nuevo de veras: ¿cuántas veces se asiste al 'partido del siglo' cada año?¿qué peliculas, obras de teatro, novelas o músicas ofrece cada temporada la industria de la diversión que realmente no sean enésimas partes de otras pero que sin embargo se venden como "estrenos"? ¿Se extrañan acaso de que las gentes conforme se hacen más mayores no acudan a ver los magnificientes espectáculos de los autores españoles, tan artistas todos ellos? Considérese, por otro lado, el caso del turismo. El viajar, otrora la fuente más evidente de estímulo y novedad en atención a la inmersión en la diversidad cultural de la humanidad que los viajes implicaban ("Navegar es necesario. Vivir no lo es" decía el rey Don Enrique el Navegante), se ha transmutado hoy en turismo, uno de los ejemplos más patéticos del mundo de pseudoacontecimientos que nos rodea (véase la entrada Pseudoeconomía, 12/10/07).
 
La mundialización de los intercambios mercantiles se ha traducido en la casi completa homogeneización del mundo. En todo lugar ya está MacDonalds y hay Cocacolas y la gente ya vive casi igual y se viste de igual manera y habla de las mismas series norteamericanas que ven en la televisión, de modo que para justificar el viaje y combatir el aburrimiento deque supone el que en realidad no haya nada nuevo se les mete a los turistas en risibles pseudoespectáculos indígenas creados específicamente para ellos: las zambras gitanas del Sacromonte de Granada, las sentidísmas procesiones semansanteras o las festivas fallas valencianas son muestras del engaño cuyo solo objetivo es engordar las cuentas bancarias del sector hostelero.
 
Y ¿qué decir de lo contrario aparentemente a los viajes turísticos organizados, es decir, de esos igualmente organizados "viajes de aventura" que aspiran recuperar para aquellos que los contratan el sabor del viaje antiguo, de la sorpresa y de lo nuevo? Poco hay que decir. Basta con mirar a esos viajeros antes de salir a sus peligrosos destinos. Ahí están: disfrazados de Indiana Jones con el seguro a todo riesgo, la vuelta en avión a casa caso de accidente o enfermedad y el pasaporte en orden, los nuevos aventureros se disponen a sufrir incomodidades sin cuento durante quince días para saborear la aventura y vivir plenamente...de ilusión, porque de ilusión, aunque esté programada, también se vive y, por lo menos, el aburrimiento se disipa.

 
Y, finalmente, está la quinta vía: el ver la televisión, sea lo que sea que ofrezcan por ella. Da igual. Ver la televisión es sin lugar a dudas el método más simple y barato y quizás hasta el más saludable para un consumidor descualificado de matar el tiempo y, de paso, matar también el aburrimiento. En un magnífico libro de 1977 de Jerry Mander se describía cómo la televisión era capaz de captar la atención y mantener el interés, o sea, de estimular el sistema nervioso independientemente del contenido de lo que se estuviese retransmitiendo.
 
Simplemente, tal cosa ocurre porque nunca en televisión se ven imágenes factibles en el mundo real, siempre están procesadas técnicamente, nunca hay una transmisión de imágenes que sea "natural", que sea como ver a través de los ojos. Por ejemplo, en cualquier programa sea cual sea, la cámara nunca está quieta: se acerca al objeto y lo rodea, o lo observa desde arriba, se acerca o se aleja instantáneamente o lo contrario: a cámara lenta, salta de un espacio a otro, salta en el tiempo; las imágenes aparecen con unos colores tan nítidos y puros que son simplemente irreales, hay voces en off, músicas que varían en función de los movimientos o las caras de los seres que aparecen, etc.etc.
 
Pues bien, ninguno de esos efectos televisivos es posible en el mundo real. Cuando uno levanta los ojos del libro que está leyendo y mira alrededor de la habitación en que se encuentra, ésta no se desvanece, ni salta a otra época, ni se oyen voces en off, ni la habitación da vueltas en torno a uno, y los colores de los objetos carecen de esa precisión química. Si en la habitación de uno pasaran realmente alguna de esas cosas, ciertamente, cualquiera le prestaría a ese acontecimiento una total atención, sería una auténtica novedad, probablemente excesiva, demasiado estimulante y por ello nada gratificante.
 
La televisión nos ofrece así un continuo de esas novedades para los sentidos. Sólo sería aburrido un programa televisivo que no hiciese sino simular el ojo del espectador, que no incluyese por tanto ninguno de esos efectos audiovisuales que, sin querer, nos llaman la atención, que nos estimulan y hacen que suba nuestro nivel de excitación, y que por ello aminoran el aburrimiento. Mírese un spot publicitario cualquiera. En menos de 20 segundos, seguro que habrá habido 10 o 12 cambios de plano, habrán aparecido 5 o 6 objetos diferentes o músicas o palabras superpuestas, etc.etc. ¿Extraña entonces que a la mayoría de la gente no le moleste los minutos y minutos de publicidad que hay entre programas y los vea incluso con gusto? Y todo ello sólo refiriéndose a los aspectos técnicos, o sea sin contar con lo que se nos cuenta, con el hecho de que los humanos agradecemos que nos cuenten historias: otra fuente de estimulación, de novedad. Frente al aburrido mundo real, la verdad es que no es nada extraño que unos consumidores pasivos dediquen más y más tiempo a ver la televisón pues ello les permite ser a la vez espectadores y no aburrirse.


 

¿Cabría alguna alternativa a esas vías para escapar del ? Es posible, pero hacerla y darle espacio puede ser exigente y chocar con lo común. Habrá que hablar de ello.


BIBLIOGRAFÍA
Lewis Mumford, Arte y Técnica (Buenos Aires: Ed. Nueva Visión
.1961)
Staffan B.Linder, The Harried Leisure Class (New York: Columbia University Press.1970)
Tibor Scitovsky, The Joyless Economy. (New York: Oxford University Press, 2ª ed. 1992). Hay traducción castellana de la primera edición con el título de Frustraciones de la Riqueza. (México:Fondo de Cultura Económica)
Bernard Rudofsky, Behind the Picture Window. (New York: Oxford University Press. 1955)
Jerry Mander, Cuatro buenas razones para eliminar la televisión. (Barcelona: Gedisa. 2005)

 

 

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