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Son estos días en los que la palabra felicidad está en boca de todo el mundo. Cuesta tan poco deseársela a los demás que resulta ya raro encontrar a alguien por ahí lo suficientemente discreto que no lo haga (porque, a fin de cuentas, ¿quién es uno para meterse en la vida de otro?). Parece, incluso, que ir por ahí deseando felicidad felicidad a troche y moche se ha convertido ya en un mandato obligatorio más del código del tráfico social a principios de cada año de modo que está mal visto el hacerse el remiso.


Pero se sabe acaso de qué depende con certeza esa felicidad que tan graciosamente nos deseamos mutuamente. Pues hasta hace bien poco parecía que no, o eso al menos cabía deducir de la ingente variedad de recetas para la felicidad que nos han suministrado a lo largo de los siglos filósofos, moralistas, políticos, creadores de religiones, artistas, literatos, etc. Ha habido por otro lado tipos como Ambrose Bierce que han pensado que todo ese cruce de de bienintencionados deseos ocultaba hipócritamente una verdad no fácilmente asumible cual era que la felicidad, como definió en su Diccionario del Diablo, no era sino la "sensación agradable que nace de contemplar la miseria ajena", pero en general a la gente le gusta pensar que sus deseos respecto a la felicidad de los demás son sinceros aunque no supiese fehacientemente de qué dependía la felicidad pues ésta parecía repartirse de la manera más azarosa posible entre las gentes y casos particulares los había de todo tipo. Ese desconocimiento, por otro lado, estaba más que bien aunque sólo fuera porque justificaba el que no diésemos el paso adelante de ponernos a hacer realidad los deseos que tan graciosamente expresábamos, es decir, pasar de desear la felicidad a otro a proporcionársela. Todo esto está cambiando rápidamente pues, gracias a los esfuerzos de los científicos que desde hace década y media se han puesto a desentrañar esto de la felicidad, ya parece que se sabe de qué va eso de la felicidad por lo que, pronto, la "sinceridad" de nuestros deseos podrá ser "testada". De qué científicos estoy hablando pues de los menos científicos entre los científicos, o sea, de los psicólogos y los economistas.

El estudio de la felicidad se ha convertido en una entera industria, con resultados ya consolidados (1). Por parte de los psicólogos la verdad es que los descubrimientos de la llamada Psicología Positiva, la que se afirma optimista por dedicarse al estudio de la felicidad (frente a la "otra", ¿la Negativa?, la que estudia los desastres de nuestra alma) dejan desde mi punto de vista bastante que desear por decirlo de modo caritativo, pues no parecen rebasar la literatura de autoayuda de kiosco. Afirman estos psicólogos que hasta un 50% de la felicidad personal está en nuestro "interior", en nuestros genes (¡cómo no!), otro 40% depende del "exterior" pero no hay que agobiarse pues ese exterior es manipulable por nosotros mismos adoptando la actitud correcta. Ya se sabe, con una actitud positiva, unos pensamientos positivos, unos sentimientos positivos, una inteligencia emocional positiva, y demás blablablá positivo aderezado con unas pizcas de budismo zen y algunas unas frases de Lao Tsé hasta el más duro trance se disolverá como un azucarillo en un café calentito. Quedaría un 10% de nuestra felicidad que depende del exterior pero que sería no manipulable, o sea hechos de la realidad a los que con poner buena cara no basta....pero no pasaría nada. Es tan poco un 10% que no merece la pena tomarlo en consideración. Y no se crea que estoy simplificando mucho. La Psicología Positiva, pese a sus experimentos de laboratorio y sus estadísticas, no parece que haya avanzado mucho más lejos que las prescripciones de terapeutas de reconocido prestigio como Mary Poppins(2).

La Economía de la Felicidad, por el contrario, parece más seria. A fin de cuentas, se plantea algo más operativo: si no se es feliz, ¿se puede comprar la felicidad?¿ sí o no? ¿cómo y dónde? Durante una época, yo mismo me sentí seducido y pensé que la Economía de la Felicidad podía ser el adecuado complemento a las abstracciones de la llamada Economía del Bienestar, de modo que pudiese servir como guía a la política económica (3). Sin embargo, hoy, ya estoy desencantado, y me parece que la Economía de la Felicidad corre el riesgo de convertirse en uno más de los "divertimentos" intelectuales que sirven para dar de comer y dar prestigio a alguna generación de académicos, pues se ha convertido en un campo de la investigación económica donde los económetras "machacanúmeros" han encontrado un nuevo filón para pedir dinero y financiar investigaciones que se traducen en una corriente imparable de artículos... que vienen todos a decir lo mismo. O sea: que a partir de un cierto nivel de renta per capita, la felicidad no parece crecer con el crecimiento económico pero que dentro de cada país los más ricos son más felices que los más pobres relativamente, que los individuos se acostumbran a medio plazo a sus catástrofes personales, que la gente sana, religiosa, políticamente conservadora, medianamente educada, casada y con hijos, con trabajos seguros y donde son respetados, son más felices por término medio que los que no disfrutan de esas situaciones vitales y económicas, y que la gente es más feliz en los países democráticos que en los autoritarios. En principio, ¿quién estaría en desacuerdo con estos "hallazgos"? Son de "cajón", ¿no?

El problema para la Economía de la Felicidad aparece cuando se conocen los datos agregados que justifican esos "descubrimientos" acerca de los factores que definen de qué depende la felicidad. Son los datos que proporcionan multitud de encuestas que desde hace unas décadas preguntan a los individuos en múltiples sociedades acerca de su felicidad. Y lo raro, no es de qué factores dicen los individuos depende su felicidad, lo auténticamente raro es que, pese a lo que uno pudiera suponer a tenor de lo que aparece cotidianamente en los telediarios y primeras páginas de los periódicos, a tenor también de la prueba a contrario que -como señaló Chesterton- la da el volumen ingente de ediciones de libros de autoayuda y de recetarios para ser felices, la gente se declara mayoritariamente feliz e incluso muy feliz. Ése es el gran hallazgo de la Economía de la Felicidad: que ya vivimos en un mundo feliz, aunque muchos parece que no querernos darnos por enterados. Ni las guerras, ni el hambre, ni los desastres ecológicos, ni la urbanización desenfrenada, ni la ruptura de las viejas instituciones y certezas, ni la pérdida de autonomía asociada a los procesos de globalización, ni el miedo al futuro o a la quiebra de la seguridad social, ni la delincuencia rampante o la corrupción, nada de esto parece afectar ni poco ni mucho de modo relevante a lo que declaran los individuos que es su percepción subjetiva de su felicidad, y esto sucede en en cualquier sociedad. Para la inmensa mayoría de países, el porcentaje de gente que se declara infeliz es menos del 5% , incluso en lugares tan "especiales" como el Irak de 2004 o Bosnia en 1998. ¿No parece esto raro? Y rarezas de este tipo abundan. Son ellas, junto con otras razones formales, metodológicas y de contenido las que avalan mi desencanto con la Economía de la Felicidad. Las he expuesto en in extenso en HEDONISMO Y EUDEMONISMO:Un camino de ida y vuelta por la nueva economía de la felicidad. www.foessa.org/Componentes/ficheros/file_view.php?MTAyNjM%3D .

Si se quiere reconciliar el desastre sin paliativos del mundo en que vivimos con la declaración generalizad de felicidad subjetiva que ha encontrado por todas partes la Economía de la Felicidad, hay una explicación fácil, inmediata y verosímil que surge al paso, y es que no es fácil reconocerse infeliz. No lo es reconocerlo ante uno mismo, pues caso de hacerlo ello plantea un angustioso problema cual es el de cómo vivir con la consciencia de que la propia vida no produce satisfacciones sino la frustración continua de los deseos y expectativas. No lo es tampoco reconocerlo ante los demás. Si saberse un fracasado es un problema psicológico personal de primera magnitud, que lo sepan los demás agrega un matiz social que agrava el problema: el estigma social que acompaña a los fracasados y más en las sociedades modernas a las que caracteriza lo que Pascal Bruckner (en su libro La euforia perpetua, 2001) ha denominado “el deber de ser felices”. Dice Bruckner (2001:70): “nuestras sociedades clasifican como patológico lo que otras culturas consideran normal, la preponderancia del dolor; y clasifican como normal, incluso necesario, lo que las demás experimentan como algo excepcional, el sentimiento de felicidad. No se trata de saber si somos más o menos felices que nuestros antepasados: nuestra concepción del mundo ha cambiado, y cambiar de utopías es cambiar de obligaciones. Pero probablemente somos las primeras sociedades de la historia que han hecho a la gente infeliz por no ser feliz”. Y, más adelante: “ser moderno es ser incapaz de resignarse a la propia suerte” (op.cit., 179). Una solución tienen los que son infelices de hecho: no reconocerlo, o lo que es lo mismo, sobrestimar sus niveles de felicidad. Es la explicación que proporciona la teoría de la disonancia cognitiva de Leon Festinger, que defiende la existencia de un conjunto de mecanismos psicológicos mediante los que los individuos tratan de eliminar o reducir cualquier información o conocimiento que perturbe o sea disonante con lo que estiman es congruente con la idea que tienen de sí mismos, de su situación o del comportamiento que creen que es el adecuado. Dado que declararse infelices o sea aceptar el propio fracaso en la vida es un conocimiento con el que resulta difícil convivir, extremadamente disonante con la imagen o idea que cualquiera pretende tener de sí mismo, simplemente se elimina o se altera convenientemente de modo que a la hora de responder al cuestionario acerca de la felicidad personal los individuos se olvidan o e minusvalora el peso de las circunstancias que pesan negativamente sobre la percepción subjetiva de felicidad. En suma, habría pues un sesgo sistemático al alza en las evaluaciones subjetivas de felicidad o satisfacción con la vida. A este sesgo sin duda que contribuirían otros dos mecanismos psicológicos usuales. El primero es el que lleva a ver el lado bueno de todas las cosas, ejemplificado por el refrán que reza “que no hay mal que por bien no venga”. El segundo es el del olvido, que como todo ser humano sabe de sobra suele ser muy selectivo eligiendo bondadosamente borrar el recuerdo diferencialmente más de aquellas circunstancias más negativas en las vidas de los individuos.

Así que, visto lo visto, no parece que estemos mucho más lejos de dónde estábamos en esto de la felicidad. y ¿dónde estábamos? Pues se puede resumir en aquella conocida canción que decía que tres cosas había en la vida que eran factores de felicidad: salud, dinero y amor. ¿Es eso lo que hay que desear en estas fechas a amigos y querencia? Quizás sí. Es eso lo que se ha hecho siempre. Pero hay que reconocer que los resultados tanto individuales como colectivos cuando las gentes se han puesto a conseguir más salud, más dineros y más amores no han sido siempre demasiado halagüeños. Por eso, quizás intentar otro camino pueda ser útil. Hay variedad de caminos. Pero, aunque ciertamente no sea recomendable en todas ocasiones, hoy, en esta fecha, me quiero fijar en el que señala Agustín García Calvo en los siguientes versos.


Baraja del Rey Don Pedro. Canción del Rey de Copas


Unos dicen que la salud,
otros dicen que el dinero;
los hay que dicen que el amor
es lo primero.

Pero yo digo que el olvido
vale más que todos ellos.

El que tiene salud, no lo sabe,
y si lo sabe, está enfermo.
Si cuentas que tienes amor,
tu amor es ya sólo cuento.
Y el dinero no compra
ni amor ni salud:
sólo compra dinero, dinero.

Pero el vino del olvido
a todos los lleva de vuelo,
salud cuidadosa,
mentira de amor,
números de sueño.

Alarga la copa,
compañero:
bebe ilusión, que lo otro
no es más verdadero.
¿Para qué lo duro?
¿Para qué lo serio?
Que el vino nos haga olvidar
las penas de amor
y la guerra y el tiempo.



(1) Una introducción brevísima al mismo aparece en este artículo: http://www.elpais.com/articulo/sociedad/ciencia/descubre/claves/felicidad/elpepisoc/20081228elpepisoc_1/Tes
(2) En España, terapeutas de este estilo han sido frecuentes. Yo recuerdo a uno de ellos de mis años infantiles, un tal Daniel Vindel, presentador de un programa infantil televisivo denominado Cesta y puntos, odiosos por todo niño que merezca esa condición, que acababa sus programas repitiendo el mismo mantra: Sed felices para hacer felices a los demás. Nunca en todos los larguísmos años de emisión se le pasó a Vindel por su cerebro (y eso que su programa iba de sabios) que había una obvia contradicción lógica interna en ese deseo. Modernamente, podemos citar como discipulos de Vindel, a gentes como A Rovira o al inefable psicólogo Dr.Rojas Marcos, director de noséqué "cosa" neoyorquina dedicada a la salud mental.
(3) Para quien esté interesado, puede consultar Esteve, F. (2004). “La Economía de la Felicidad. Nuevos elementos para la crítica del liberalismo económico” en VV.AA. Filosofía y Economía de nuestro tiempo: Orden económico y cambio social. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia.
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