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Reflexiones sobre la RPE

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Reflexiones sobre la RPE

Si existe, por lo menos, algún punto de convergencia hacia el que, poco a poco, parecen confluir aquellos individuos más racionales y clarividentes, entre los afectados, ese es, el convencimiento de que la Responsabilidad Patrimonial del Estado es un hecho tan cierto como ineludible. Tan sólo será cuestión de tiempo y hasta que los Tribunales se pronuncien, si es que no surge, entre medias, alguna decisión política que se anticipe en la resolución de éste caso.

Estando, entonces, en ésta situación, el asunto, podría pensarse a 1ª vista, que tenemos motivos, la mayoría de los afectados, para sentirnos satisfechos y estar de “enhorabuena”. Después de todo, la coincidencia se da en lo esencial y tan sólo existen discrepancias en cuestiones menores. Pero, ¿seguro que ésto es así?

Aunque se coincida en la existencia de responsabilidad, la naturaleza de ésta, que es el motivo de todas las controversias, no puede, en absoluto, ser ignorada y en base a la extraordinaria importancia que ésta distinción tiene.

Desde hace ya mucho y casi cuando comenzó ésta historia, fuimos un considerable nº de afectados, los que nos planteamos el firme propósito de llegar hasta el fondo de todo éste asunto, para que se conociese la verdad de lo que había sucedido y que se aplicara una Justicia certera. Había, pues, algo más trascendente, que la única, aunque, primordial, intención, de recuperar lo que es nuestro.

Es por ello, por lo que cobra su plena dimensión, la cuestión de fondo que divide a los afectados y que puede dirimirse en torno a dos enfoques básicos, consistentes, en atribuir dicha responsabilidad, sobre un error de Estado por negligencia, el uno o sobre una estafa de Estado con dolo, el otro.

En el 1º de los casos, la responsabilidad que recae en la Administración del Estado, tan sólo emana de la ineficiencia o el mal funcionamiento de éste, pero, a pesar de la inseguridad y desconfianza que puede originar en la ciudadanía, no supone una disfunción estructural, irreparable, que convierta en inviable a todo el sistema, aunque lo haga extremadamente inestable.

En el caso 2º, por el contrario, lo que se produce, realmente, es un engaño masivo, deliberado y sistematizado, cuyo resultado no es, estrictamente, eventual o aleatorio, sino que está controlado por aquellos órganos que se encuentran directamente implicados. Se trata, pues, de un acto de corrupción general, institucionalizada. Su efecto anímico sobre la población, además de las mismas consecuencias del anterior evento, suele ser, además, la parálisis y el miedo a una arbitrariedad incontestable.

Podrían dar lugar, éstos conceptos, a la realización de una tesis sociológica que propiciase, a su vez, un debate apasionante sobre el impacto y repercusión en la opinión pública, en general, de ámbos fenómenos equiparables.

No obstante, lo que para algunos queda claro con mayor facilidad, es la distinción, que en el ámbito del Derecho Penal, se establece, en cuanto a la aplicación de las penas en función de la gravedad de los diferentes delitos. Si la medición de esas penas nos proporciona la referencia válida para valorar cada tipo de delito, podemos deducir, lógicamente, que no puede darnos igual, que el Estado pague la responsabilidad de su acción, por error o negligencia, a que la pague, por causarla con falsedad y con mala fé o dolo.

De igual modo y tal como se establecen las penas para los individuos, sería relativamente sencillo, extrapolarlas, para hacerlas repercutir sobre ese ente abstracto que configura al Estado. Máxime, cuando, también, existe la posibilidad de identificar individualmente a los integrantes, responsables, de cada acción conjunta de Estado.

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