LA AVARICIA
09-09-10
Nos consideramos unas personas generosas. No tiene ningún mérito, porque tuvimos el mejor maestro posible, nuestro padre, que nos enseñó a tener una relación armónica con el dinero.
Siempre observamos con pena y lástima a los llamados tacaños, que padecen de una enfermedad incurable (es hasta una patología, estudiada por la psiquiatría) que se agrava con el tiempo y la edad, justo cuando uno se supone que tiene más dinero y patrimonio. No saben los tacaños que un día se convertirán en los más ricos del cementerio de su pueblo. Un segundo antes de expirar, se darán cuenta de toda la vida que no han vivido a causa de su enfermiza obsesión. Pero, ay, es demasiado tarde.
Y a veces uno tiene mucho dinero, pero lo que no tiene es salud para disfrutarlo y compartirlo, por ejemplo, en espléndidos viajes o en inolvidables comidas, porque uno a lo mejor ya no puede andar o ya no puede tomarse un vaso de vino a causa de una enfermedad. También demasiado tarde. Habérselo pensado antes. Casi nada queda impune en esta vida.
Nada hay mejor que compartir lo mucho o poco que tenga uno. Lo hemos escrito tantas veces ya, y que no se trata de cantidad ni de tamaño. No sabemos mirar. Hemos perdido la mirada inocente de niño que tuvimos, cuando un palo nos parecía una espada de oro; una cueva en el campo, el mejor de los palacios; un carro hecho con cuatro tablas, el mejor de los coches; un campesino analfabeto y pobre, el mejor de nuestros amigos durante dorados veranos; un baño en el mar y un fuerte revolcón de unas olas que nos parecían titanes legendarios, una aventura excitante y extraordinaria; un ocaso, y cómo el encendido sol se ocultaba bajo una manifestación de arreboladas nubes, un enorme misterio.
Lo pequeño y lo poco, y trascender de lo que tengamos o no en cada momento. Tan sencillo, pero tan difícil, porque la edad adulta, significa, además de perder la inocencia que a lo mejor volveremos a recuperar cuando seamos unos viejos (otra vez dependientes, ya no de nuestros padres sino de nuestros hijos, como en un eterno retorno), descubrir el valor de las cosas, que todo lo que vemos tiene un precio, cuesta dinero. Y nuestro entorno (sociedad, cultura, familia y amigos) nos obligarán a intentar a acumular cuanto más, mejor.
La gran tragedia de la pérdida de la infancia, es comprobar que queremos una espada de oro en lugar de un simple palo; una gran casa en vez de una cueva; un gran coche y no un simple carro de madera; un amigo refinado y de nuestra clase y cultura y no un campesino. Dejamos de bañarnos en el mar como si fuera una aventura, y ya ni siquiera miramos las puestas de sol que la Naturaleza, la gran olvidada, nos regala todos los días.
Las personas que menos tienen, las más humildes, las más pobres, las más incultas y hasta analfabetas, suelen ser las más generosas. Hemos sido en el campo invitados espontáneos en humildes casas ajenas. Todo lo que tenían, nos lo ofrecieron: esa botella de vino reservada para una gran ocasión; ese queso que tanto les costaba comprar o producir; esa humilde pero exquisita carne de la matanza pasada.
Quien no tiene casi nada, en general se conforma con muy poco, o con mucho, según se mire: simplemente sobrevivir.
Así, como un virus que no es inoculado de forma inadvertida y sin nuestro consentimiento, la codicia y la avaricia nos van dominando. Algunos aprenden a convivir con el dinero: establecen una relación armónica con él, y ni lo malgastan con imprudencia (con liberalidad, preciosa palabra) y ni lo acumulan sin sentido y sin objetivo, por el puro fin de acumularlo, sin darle utilidad y sin compartirlo con nadie. Otros conllevarán una maldición hasta el final de sus días. Muchas veces, cuando quieren reaccionar, cuando quieren convertirse a la religión de su niñez, o ya no tienen tiempo o ya no tienen salud. Es una penitencia, un purgatorio en vida muy amargo, y todo por no haber sido capaces de aprender a ser generosos. Porque hasta la generosidad se puede aprender.
La avaricia, pecado capital, conlleva el peor castigo: cuando el avaricioso de repente se da cuenta que va a ser el más rico del cementerio, y que nada de este mundo podrá disfrutarlo en el otro (si lo hubiere), intenta cambiar. Pero ya no tiene tiempo. Y observa que su vida no ha tenido sentido (Alma, venas y médulas, serán ceniza, y no tendrán sentido). Y peor todavía: polvo será, más no polvo enamorado.
La avaricia, o la suprema forma del egoísmo, la carencia absoluta de empatía.