Hay que reconocerlo de entrada, “El Lobo de Wall Street” (2014) con Leonardo di Caprio se ha convertido en la película de moda entre propios y ajenos del sector financiero. Por ejemplo, la reacción que provocó entre mis alumnos del Master Financiero y Bursátil y aspirantes a abrirse paso en el mundo de los mercados fue de moderada decepción (“no se explica nada de técnicas financieras”) y de cierta sorpresa por determinados comportamientos (“es una película que roza la pornografía”). Mientras, entre los compañeros de mi banco de inversión las opiniones iban desde el enfado al hastío (“otra vez sacando al broker de una sociedad de valores que es un timador y, además, un depravado”). Una idea que, según ellos, Hollywood repite machaconamente en la gran mayoría de sus películas. Por su parte, todos aquellos ajenos al sector financiero con los que he hablado se lo han pasado entre estupenda y moderadamente bien viéndola y no cesaban de rememorar escenas y momentos del film. Lógico, la historia se narra con un abundante despliegue de contenido sexual, gráficos desnudos, un masivo uso de drogas y un lenguaje plagado de insultos. Efectistas elementos que siempre cautivan la atención y dejan una huella duradera en la retina del espectador.
En mi modesta opinión, el gran Martin Scorsese, un italo-americano de 71 años, sigue estando en plena forma y ha vuelto a entregar otra película energética y con una cadencia frenética. Su cine de siempre no se caracteriza por intentar dar enseñanzas éticas, sino por ser capaz de describir ambientes de corrupción (“Uno de los nuestros”,1990, “Casino”, 1995, o “Infiltrados”, 2006) y/o el viaje de sus protagonistas principales desde la cima de su éxito hasta los infiernos (“Toro Salvaje”, 1980). Además, la frescura de sus obras está garantizada, gracias a un equipo de actores entregado a los que deja improvisar en sus escenas para conseguir mayor realismo. Igualmente, Scorsese consigue un ritmo furioso en sus obras gracias a su montadora desde hace décadas, Thelma Shoonmaker, 6 veces nominada al oscar y 3 veces ganadora. Una apacible señora de 74 años de pelo blanco que cuando hace años fue preguntada sobre cómo podía ser que una dama tan encantadora como ella pudiera editar las violentas películas de gánsteres de Scorsese replicó entre risas “Ah, pero no son violentas hasta que yo las edito”.
Del mismo modo, tras ver la película, me gustaría señalar algo a los alumnos del MBF, pocas veces podrán ver un mejor ejercicio de cómo no se deben de hacer las cosas en su trabajo que en esta historia que nos cuenta Scorsese. Su personaje principal, el bróker Jordan Belfort, interpretado por Leonardo Dicaprio, sólo tiene un objetivo: ganar dinero. Para ello, crea una compañía, con una imagen “seria” y la dota de un nombre con connotaciones de rancio abolengo anglosajón, Stratton Oakmont, aunque la realidad es que algunos de los brokers que Belfort contrata no tengan más experiencia comercial que el trapicheo de sustancias ilegales. Su dinámica diaria consiste en especular con acciones de a centavo, para estafar, engañar y robar a sus clientes. Lo importante, la comisión. Lo de menos, la seguridad de las inversiones. ¿Cómo? Haciendo subir artificialmente los valores. A los clientes, que les den. Literalmente. Craso error. Con todo ello, Belfort concede una entrevista a la revista Forbes, la cual publica un artículo en el que lo llaman “El Lobo de Wall Street”. Pese a que inicialmente Belfort se enfada por el mote que le han otorgado, la reacción de centenares de jóvenes financieros que, tras leer el artículo, acuden a sus oficinas a presentarle sus curriculums para que los contrate le halaga en sobremanera. A partir de ahí, ya no dejará de “aullar” en sus reuniones/arengas comerciales a su plantilla.
¿Por qué triunfa Belfort? A mi modo de ver, por 3 razones. Primero, por la asimetría de la información financiera. Él es un hábil vendedor que se inviste de la autoridad que supuestamente le da su conocimiento del mercado financiero. Por ello, consigue colocar cualquier producto financiero desde su sala de bolsa, la “boiler room”, a todos aquellos que no tienen conocimientos financieros suficientes para entender las características básicas del producto que le están vendiendo. Lo cual es estafar. Segundo, la codicia de sus clientes. Si al desconocimiento le unimos el poder de un número “Una rentabilidad de dos dígitos en muy poco tiempo” el cliente “picará”. Pero, a éso se le llama engañar, pues como obliga nuestra CNMV a escribir en los folletos de venta de los fondos de inversión, “rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras”. Tercero, la falta de supervisión. Belfort actuó mucho tiempo a la sombra de Wall Street, pues las acciones a centavo no eran tan seguidas por los supervisores como los blue chips. El artículo en la revista Forbes y su lujoso estilo de vida comenzaron a llamar la atención, lo que fue el principio de su fin.
Como consejo para mis alumnos, les diría que miren el espejo deformado de Belfort y que busquen hacer lo contrario que aquel en su carrera profesional. Cuando traten con clientes, deberán de entender las necesidades de éstos y recomendarles lo que mejor se adecue a su perfil de riesgo. Además, deberán de explicarles con detalle cuáles son las características de estos productos, en cuanto a liquidez, rentabilidad y riesgo. Por último, deberán de recordar un concepto importante, con la inversión y compra de los activos recomendados no termina su trabajo. Ellos siempre deberán de “estar ahí” para acompañar a su cliente y “dar la cara” ante cualquier situación. De este modo, si hacen bien su labor asesorarán a su cliente durante toda su vida y después a los hijos de éste. Seguramente, no ganarán tanto dinero como Belfort. Pero, como el agente del FBI que vuelve tranquilamente a su casa en metro, tendrán la recompensa de ser unas personas decentes. Por el contrario, Belfort era tan sumamente pobre, que sólo tenía dinero.